jueves, 12 de enero de 2012

El sueño del dragón

Aquí está completo y sin interrupciones el cuento que subí en mi muro de Facebook. Espero que les guste.


El dragón llena el encerrado calabozo con la pestilencia de su venenoso aliento. Ocultándome tras una pared, levanto del piso mi escudo, y desenvaino mi espada. La monstruosa criatura levanta su nariz: mi aroma le indica que no estoy lejos, pero no me tomará por sorpresa ésta vez
Pronto siento en el piso el tremor de sus pesados pasos: se ACERCA. Las manos me sudan, pero las aprieto aún más alrededor de mis armas, mientras levanto uno de mis pies para dar un silencioso paso. El dragón se acerca cada vez más a la precaria protección de la pared de adobe, resoplando en su frustración de no haberme atrapado la vez anterior. De pronto, se detiene, al darse cuenta de que hace mucho ruido al caminar. Comienza a moverse despacio, con suavidad calculada, casi con ternura. De pronto, dando un giro repentino, LE DA LA VUELTA A LA PARED DE ADOBE... Pero YA NO ESTOY ALLÍ, obviamente. Es difícil moverse en completo silencio llevando una armadura, pero me las arreglo para burlar el fino oído de la bestia. No puedo verla, pero imagino su gesto de sorpresa, y sonrío. Se me ocurre una idea tan loca como genial... bueno, aceptémoslo, más de lo primero que de lo segundo, salgo como una flecha de mi escondite aprovechando que el dragón sigue en su desconcierto. Pero sí puede oírme, y, en su prisa por salir a encontrarme, golpea la enorme cabeza contra el muro de adobe desmoronando un buen pedazo. Demasiado tarde: en éste juego del gato y el ratón soy más veloz que él, y encontré otro sitio donde ocultarme. Y eso lo vuelve loco. Y nos volvemos mutuamente inaudibles, pero sí podemos olernos: él percibe mi olor, y yo su aliento azufroso. Si él percibe mi olor, quizá mi idea funcione, pero, por lo pronto, ya estoy moviéndome de nuevo
Nunca en mi vida, pues, me he movido más veloz y silenciosamente que en ése momento, con la garganta tan seca que me cuesta trabajo contener la tos. Si tan sólo tuviera un poco de agua... Pero no hay, el calor corporal del dragón debido a su fuego interno ha terminado por evaporar casi cualquier humedad del calabozo. El dragón nunca ha salido de aquí, por lo tanto el calor acumulado resulta insoportable. Sudo a mares, y todo se vuelve pegajoso. Está lejos aún, pero no tardará en cubrir la distancia, puede hacerlo en un par de zancadas. Mis manos sudan mientras maniobro de la manera más silenciosa que he podido nunca. Me cambio el escudo de una mano a otra mientras trabajo...De pronto, en un movimiento brusco, el escudo se desliza de mi mano sudorosa. Intento atraparlo, pero escapa... golpea contra el piso... estrépito... Casi puedo adivinar su gesto: Endereza repentinamente las orejas y la punta del hocico intenta alcanzar mi aroma... y carga en mi dirección a toda velocidad... no puedo verlo, pero sé que todo terminará en segundos... Y ahí está, entrando en la estancia. Lo primero que ve es una figura inmóvil caída en el piso al lado de un escudo, y sin pensarlo la envuelve en su llameante aliento, preguntándose quizás a qué sabrá alguien de mi especie horneado dentro de su propia armadura Pronto, todo el equipo de protección es pasto de las llamas. La enorme bestia lo contempla unos segundos... mientras su poderoso instinto le sugiere que ALGO NO ANDA BIEN... De un zarpazo, arroja lejos la armadura, confirmando sus peores temores: ESTÁ VACÍA. Bendito pozo, tenía un poco de agua en el fondo. Eso elimina mi olor en buena parte. Con enorme sigilo me acerco por detrás del monstruo y recobro mi escudo. Justo a tiempo, pues apenas me da tiempo de guarecerme tras él de la lluvia de fuego que se me viene encima. Volvemos al mismo juego de antes, yo me escondo tras las paredes, y él me persigue e intenta freírme. Un cuarto oscuro y apartado me brinda la oportunidad de un refugio algo más duradero, lo cual significa un breve respiro muy necesario, pues el aire caldeado de los calabozos dificulta mi respiración.
Me tomo unos segundos para reflexionar en mi situación de nuevo. Quizá debería maldecir mi poca suerte, y al dragón junto con ella… pero la verdad es que no puedo odiarlo. Él considera éste sitio su hogar, y no duda en protegerlo de extraños (es decir, de mí). En realidad, me entristece su suerte: ha vivido confinado aquí desde siempre, y no conoce más hogar que ésta pestilente madriguera, ni más alimento que los enemigos de sus propietarios, y sin conocer la luz del sol mas que por los jirones que se cuelan a través de los ventanucos de las celdas. Aprieto de nuevo la espada… y, por el momento la guardo en su funda, pero sin apartar de mi mente éste pensamiento: El sufrimiento de ésta pobre criatura debe terminar hoy.
¿Pero cómo? No hay más forma de salir que la puerta por donde entré, y los guardianes del dragón no van a dejar salir a la cena de su querida mascota… que, por cierto, viene en dirección mía de nuevo. Me pongo de pie, y salgo con el mayor sigilo posible antes de que él entre por la otra puerta. Afuera, intento ubicarme rápidamente, tratando de recordar dónde está el cuarto del pozo.
Para mi desgracia, alcanza a verme salir por la otra puerta, que es bañada por otra lluvia de fuego de la que consigo escapar por muy poco. A mi espalda, oigo algo que cruje con mucha fuerza. Al principio creo que es el dragón mismo, y sigo corriendo. Doy una vuelta abrupta, y él casi se atora al intentar seguirme a través de una puerta estrecha. Pero conoce el sitio mucho mejor que yo, y sabe por dónde cortarme el paso para salir. De nuevo estoy ante la pared flamígera. Doy media vuelta para salir por donde entré, y escucho sus pasos que se acercan a la puerta estrecha… así que cambio de dirección y salgo por donde él entró, dejándolo esperando a que yo salga.
Pero no por mucho tiempo. Ya me oyó ir hacia la habitación del pozo, y viene tras de mí, rugiendo espeluznantemente. La poca luz reinante me permite notar algo en la pared a mi derecha: está agrietada, producto tal vez del abrupto ascenso de temperatura. Probablemente la habitación es muy fría, y el dragón requiere producir su propio calor para seguir vivo y no congelarse. Mi idea era esconderme en el pozo e intentar hacerlo beber para apagar temporalmente su fuego interno, pero se me ocurre algo distinto. Lleno dos baldes rápidamente, y los dejo cerca de la puerta, saliendo del cuarto lo más rápido que puedo. Debo confesar que no se nada sobre construcciones, yo me dedico a pelear. Pero en ése momento, decidí extraer de mi cerebro lo poco que sé de ingeniería, y buscar los pilares del calabozo, los que efectivamente encuentro a la mitad del lugar. Son dos, bastante gruesos, lo que dificultará mi trabajo y el del dragón, pues necesito que me ayude con esto
Volteo, y para mi sorpresa, resulta que he perdido al dragón. ¡Diablos…! Hay que desandar el camino y atraer su atención. Sin embargo, para lo que planeo hacer hay que estar un poco demente: debo dejar aquí espada, escudo, y las partes más pesadas de la armadura (es decir, todas las que no me quité antes), y regresar al cuarto del pozo por el agua. Me muevo ahora con mayor ligereza, pero eso terminará en cuanto tenga que levantar los baldes y salir corriendo después de llamar la atención del dragón. En ésta parte del calabozo alejada de él y sin mi armadura, tiemblo de frío. Llego corriendo al cuarto del pozo, tomo los baldes y los saco.
El dragón me ahorra el trabajo de tener que llamar su atención, pues llega de pronto intentando asarme con su aliento de fuego. Es increíblemente difícil correr llevando agua, así que dejé un balde lo más cerca que pude de los pilares, y el otro lo llevé hasta ellos.
Entonces, descubro la razón por la que él no me sigue: No puede llegar hasta los pilares, la entrada es bastante estrecha. Me salvo, pero no consigo que llegue a los pilares. Enfurecido, ruge e intenta pasar por la entrada, cansándose en vano. Está muy lejos de los pilares como para que su fuego los alcance. Se conforma con rugirme de lejos.
Entonces, por primera vez, podemos vernos más claramente. No me parece tan horrible como me lo habían asegurado, y tampoco es tan grande. Me mira con impotencia primero, y algo de curiosidad después: la comida no suele correr tanto por lo general. Basta un par de bocanadas de humo para dejarlos término medio y listos para cenarse. Yo corrí en vez de intentar usar la espada, y eso lo tiene intrigadísimo. Yo sabía perfectamente que mi espada me sería inútil pues por su fuego no puedo acercármele lo suficiente para poder utilizarla. Además, por alguna razón, ahora que lo veo con mayor claridad gracias a los ventanucos de la mazmorra, no puedo matarlo. Me parece un acto de cobardía de pronto. Pero de él a mí, prefiero salvarme yo, así que intento provocarlo para que lance la lengua de fuego más grande que pueda: le arrojo todo lo que se me ocurre, le gruño mostrándole los dientes, le grito aunque sé que no me entiende: todo con tal de que se enoje como nunca antes lo ha hecho. Azuzarlo funciona, después de todo, y apenas logro cubrirme de sus furiosas flamas que me pasan rozando. Está agotado y sin aliento para intentar otra andanada, así que aprovecho para lanzar el agua fría sobre los pilares calientes…
Las columnas se agrietan de golpe… y colapsan… primero una… después la otra… con gran esfuerzo salto hacia un hueco en la pared para evitar que el techo me caiga encima como le sucede al dragón…
El polvo levantado se disipa ligeramente, permitiéndome ver algo de luz. No lo pienso dos veces y salgo. Al fin, puedo ver el sol. No así el dragón, del que sólo es visible una garra bajo los escombros.
No puedo creer lo que estoy haciendo: antes de darme cuenta, estoy arrojando piedras a un lado para poder sacar a la bestia. Logro sacar la garra, y comienzo a tirar de ella con las pocas fuerzas que me quedan. De pronto, la otra garra asoma también, buscando desesperadamente un asidero para poder salir. Sigo tirando de la primera garra, mientras la otra da zarpazos ciegos al aire. Al fin, la cabeza de la criatura surge de entre los escombros. Aparto más rocas de las que aún tiene encima, para ayudarlo a salir. Se incorpora trabajosamente: está lastimado, pero vivirá. Volvemos a mirarnos en silencio, y luego contempla azorado el panorama a su alrededor. Se pone en cuatro patas y camina lentamente hacia arriba trepando por los escombros que lo habían sepultado, y yo voy tras él, asiéndome de una de sus alas para salir a la vez. Resbalamos un par de veces, pero conseguimos alcanzar la parte superior. El calabozo no está dentro del castillo, sino oculto bajo una extensión de terreno contigua. Estamos en un claro rodeado de árboles. Por primera vez en su vida, y sin importarle apagar temporalmente su llama, el dragón va a la fuente del jardín y bebe, bebe, hasta saciarse. Comparada con el agua salitrosa de la mazmorra, ésta agua cristalina es un néctar de los dioses, y bebo yo también, llenándome el cuenco de las manos y vaciándolo de golpe una y otra vez. Luego, nos miramos de nuevo, lo felicito por su libertad… y me alejo de allí. Él me mira sin intentar detenerme, y vuelve a contemplar la fuente. Con un poco de imaginación, cualquiera podría asegurar que está sonriendo antes de beber de nuevo.
Me encamino al bosque para alejarme de allí, pero pronto me doy cuenta de que no estamos solos. Frente a mí está mi némesis, mi temido archienemigo, el Mago Blanco, y sus secuaces, los Caballeros Verdes. El dragón le pertenece al Mago Blanco, y creo que no le hizo mucha gracia que yo lo liberara destruyendo sus valiosos y útiles calabozos en el proceso. Furioso, ordena a los Caballeros Verdes que me atrapen. Sin escudo, espada ni armadura, no puedo defenderme, y terminan por inmovilizarme entre varios. Entonces el Mago Blanco, furioso, se frota la cara, saca los anteojos del bolsillo de la bata, y pronuncia la temida palabra mágica del conjuro que me mantendrá hechizado de nuevo por largo tiempo:
–Thorazina…
De pronto, siento de nuevo la mordedura de la serpiente invisible, mientras el Mago Blanco golpea nervioso su pierna con el estetoscopio, y los Caballeros Verdes disfrazados de enfermeros van aflojando poco a poco la presión sobre mí. Entre un nebuloso jardín que se desvanece poco a poco, el dragón me mira con tristeza, dándose cuenta de que ya no podré salir a jugar, y que tendré que permanecer sedado de nuevo entre las grises paredes de éste hospital psiquiátrico…

jueves, 25 de noviembre de 2010

Los Simuladores: Sueño en azul, por Noemí B. Pérez.

Los Simuladores: Sueño en azul, por Noemí B. Pérez.

Hola, Pandilla. Soy muy fan de la serie argentinochilanga Los Simuladores, y escribí éste fanfic hace un rato. Espero les agrade



Sonó el timbre de la entrada. La secretaria, de unos cuarenta años, un traje sastre poco escotado y anteojos de media luna, avanzó hacia la entrada y abrió la puerta.

Detrás de ésta había un hombre moreno de traje blanco, con turbante, barba y unos largos bigotes que se curvaban ligeramente hacia arriba. El hombre tenía un catálogo de poderosas sonrisas que elegía según la situación, así que se decidió por la sonrisa número doce: la de un hombre que derrocha paz espiritual y está vuelto loco por compartir sus secretos con el resto del mundo. Juntó las manos como si orara, y se inclinó suavemente para saludarla con una reverencia. Ella, desconcertada, sólo atinó a imitarlo vagamente.

—Muy buenas tardes, hermosa dama —dijo, con una voz profunda, pero que era al mismo tiempo dulce y suave, matizada por un notorio acento hindú —, busco al licenciado José Gálvez.

—Pase por favor —le pidió ella, tras unos segundos de indecisión —. Tome asiento… perdón, ¿quién lo busca?

El hombre mostró de nuevo la sonrisa número doce y respondió: Máximo Santana.


Gálvez frunció el ceño.

—¿Un señor hindú? No tengo citas para hoy. De hecho, estaba por irme.

Abrió cuidadosamente la puerta del despacho. Santana seguía allí, comedidamente sentado, y observaba las pinturas de la recepción con cierto aspecto de niño feliz que desconcertó aún más a Gálvez.

—¿Cómo te dijo que se llamaba?

—Máximo Santana. Que raro, como que no me suena a hindú.

Gálvez la miró como si ella fuera la mujer más estúpida sobre la faz de la tierra.

—No seas tarada. Muchos extranjeros cambian sus nombres cuando se van a vivir a otros países, porque son muy difíciles de pronunciar o extraños. Lo hacen para asimilarse más fácilmente.

—Aah —repuso ella.

—¡Qué tontería! —dijo Medina, que observaba la escena a través de la cámara oculta que López había colocado previamente en el despacho de Gálvez —. Cualquiera que pueda pronunciar Tlahuiztcalpantecuhtli puede pronunciar Yashvantprasad.

López, estupefacto, se le quedó viendo fijamente sin decir una sola palabra.

— ¿Qué? —preguntó desconcertado Medina al ver su expresión.

El radioteléfono hizo blip blip, y se escuchó la voz de Santos que dijo simplemente: López, iniciamos fase tres. López tomó el aparato, oprimió el botón y respondió: entendido. Subió el cierre de su traje de faena, que decía TipKlean Servicios Institucionales de Limpieza en la espalda, tomó un trapeador o mop y salió de la camioneta, poniéndose en la cabeza una gorra de baseball con la misma leyenda y acomodándose un gafete falso en la orilla del bolsillo. Medina oprimió el botón del micrófono.

—Vargas, López va en camino.

El chícharo o audífono, oculto convenientemente bajo el turbante, susurró las palabras de Medina en el oído de Vargas justo en el momento en que se abría de nuevo la puerta del despacho y la secretaria salía, indicándole que podía pasar. Vargas se levantó y agradeció con una reverencia, caminando suavemente como si lo hiciera sobre nubes en dirección a la oficina de Gálvez, que cerró la puerta tras el extraño visitante una vez éste hubo entrado. La secretaria miró en dirección de la puerta cerrada unos segundos, y luego volvió a concentrarse en su ejemplar del TVyNovelas, tanto, que apenas prestó atención cuando entró López, trapeador en mano.


—Por favor tome asiento, señor Santana —indicó Gálvez, señalando una silla frente a su escritorio y sentándose —usted dirá en qué podemos servirle.

—¡Oh, en mucho, en mucho, mi querido amigo Gálvez, de hecho su cooperación es importantísima! ¡Yo diría que resulta incluso trascendental! Represento a la Sociedad para la Conciencia Elevada, A.C., y necesitamos URGENTEMENTE de su ayuda para un evento de proporciones, digamos, cósmicas. De su respuesta depende que la humanidad entera conozca una era de felicidad eterna y ríos de leche y miel, o que siga empantanada en un materialismo despreciable hasta el fin de los tiempos. Verá, existe una profecía de cuyo cumplimiento se me ha encomendado, ¡y de una palabra suya, licenciado Gálvez, dependerá que éste mundo se convierta en el paraíso en la tierra!

Metió la mano en su morral de manta y sacó varios libros, todos traducciones al español de textos sagrados de la India como el Bhagavad-Gita, el Ramayana, el Mahabharata y otros algo menos conocidos en occidente. Eran alrededor de ocho o diez libros de buen tamaño y espesor intimidante. Al menos Gálvez se sintió intimidado al pensar que su extraño visitante podría obligarlo a leerlos todos.

—¡Aquí, amigo Gálvez, aquí está la profecía! ¡La profecía que señala nuestro grandioso destino!

—N-no le comprendo, señor Santana —respondió Gálvez, titubeante y considerándose, ahora sí, oficialmente asustado. Santana pareció disminuir su exaltación y tomó asiento de nuevo.

—¿Sabe usted lo que es un chandra, amigo Gálvez?


—Llega tarde, don Panchito —dijo la secretaria sin alzar la mirada, pero luego lo hizo y se dibujó la sorpresa en su rostro al ver a López.

—Don Panchito no pudo venir —explicó éste rápidamente —, le pegó la influenza y me mandaron a mí en su lugar. ¿Por dónde comienzo, disculpe?


—Le confieso que no tengo la más pálida idea de lo que me está usted hablando… —respondió Gálvez, pero su interlocutor lo interrumpió abruptamente.

—Un chandra es una puerta entre dos dimensiones. A través de un chandra usted puede viajar a miles de kilómetros de distancia en segundos, e incluso, puede ir de una dimensión a otra, de un loka o planeta a otro en el lapso de un parpadeo.

Un destello de incredulidad se reflejó en el rostro de Gálvez.

—No me cree, ¿verdad? —dijo el hombre del turbante, y se levantó de su asiento, haciéndole una seña a Gálvez para que lo acompañara —, venga, vamos a su estacionamiento.


—López —susurró Medina en los falsos audífonos del IPod de López —, Vargas está sacando a Gálvez y van rumbo al estacionamiento.

La secretaria se levantó rumbo al baño, cosa que siempre hacía a ésa misma hora al sentir el efecto diurético del primer café de la mañana. “Es increíble lo confiada que es la gente a veces”, pensó López, y abrió la puerta del despacho de Gálvez sin hacer apenas un sonido. Acercó el carrito de la basura a la puerta y entró.

Una vez en el despacho, tomó la papelera que se encontraba bajo el escritorio y la dejó previsoramente cerca de la puerta. Ya más seguro de tener algunos segundos de ventaja, se dedicó a buscar exhaustivamente detrás de los cuadros de la habitación, los cajones del escritorio y en los escasos libros del librero, la mayoría textos de leyes, y el resto eran las Obras Completas de Octavio Paz, edición de lujo del Fondo de Cultura Económica, que Gálvez en su vida habría leído, pero que servían muy bien para impresionar a los visitantes. Todo fue en vano. Cinco días de vigilancia con la cámara oculta no habían revelado el sitio donde Gálvez ocultaba las fotografías comprometedoras de Kristy Aguilar, Nuestra Belleza Yucatán 2004 y cliente actual del equipo. Y ahora las pesquisas hechas a la antigüita no habían obtenido mejores resultados. Desconcertado, López metió las manos en los bolsillos y se recargó en la pared, intentando aclarar su mente mirando hacia el techo.


—¡Éste! —exclamó el hombre del turbante, señalando el cajón de estacionamiento reservado para el auto de Gálvez, un BMW negro —¡Éste es el lugar preciso! ¿Podría mover su auto, por favor?

Molesto pero también endemoniadamente intrigado, Gálvez metió la mano al bolsillo del pantalón y sacó las llaves del auto. Rato después regresaría a pie y exhausto, pues no había otro espacio disponible cerca. Santana lo había esperado pacientemente, sin moverse un milímetro de su posición ni borrar la sonrisa número doce de su rostro.

En ausencia de Gálvez, sin embargo, se había desarrollado una actividad febril sobre el cajón de estacionamiento vacío. Tamazaki y Zapata, con una velocidad extraordinaria, tendieron unos cables de 1.5cm de grueso sobre las líneas amarillas del cajón. Los cables eran prácticamente del mismo tono de amarillo de las líneas, y resultaba casi imposible encontrarlos a simple vista. A lo largo de aquellos cables había cientos de diminutos pero potentes LEDs que despedirían una luz cegadora en segundos, alternándose con pequeños agujeros de los que saldrían chorros de vapor. Del interior de aquellos cables brotaban otros de color gris, más delgados, que simplemente se fundían con el concreto del suelo, sobre el cual corrían hasta desembocar en un aparato que Tamazaki, acuclillado tras una camioneta a dos autos de distancia, sostenía sobre sus rodillas. A su lado, Zapata esperaba agazapado, tensando su exigua musculatura como un gato esperando el momento preciso para saltar. De su velocidad dependía que todo el asunto resultara creíble y no pareciera un truco de circo, especialmente porque los sistemas de ventilación del estacionamiento eran bastante potentes.

—Tamazaki —dijo Medina por el radioteléfono —, espera hasta que Vargas lo tenga en posición. Actívalo cuando pronuncie las “palabras mágicas”.

—Youkai ¬—respondió Tamazaki, y guardó el radioteléfono. Oprimió el botón de encendido del aparato, y se encendió una diminuta luz color naranja. Gálvez llegó corriendo, exhalando trabajosamente debido a la falta de ejercicio.

Vargas, convenientemente alejado de los cables, le hizo una seña a Gálvez para que diera la vuelta y se le acercara por la banqueta del estacionamiento y no por el lugar vacío.

—Es importantísimo que comprenda esto, amigo Gálvez —dijo —, importantísimo. Hemos recibido una señal. Indra, el Celeste Indra, el Todopoderoso Dios del Cielo Indra, vendrá a éste mundo a destruir el mal y a traer una era dorada de felicidad y gozo. Cruzará las dimensiones en su Vimana, su veloz carro de combate tirado por briosos corceles inmortales cuyos cascos levantan chispas contra el suelo, tal como tan certeramente se lo describe en el Ramayana, y llegará hasta nosotros… por ése chandra.

Extendió el brazo y señaló el cajón de estacionamiento vacío.

—Yo no veo nada —repuso Gálvez, escéptico.

—¿No ve nada? ¿Ni la cohorte de hermosísimas y jóvenes apsaras bailando?

—Nada.

—¿Ni el resplandor color rosa morado brillante alrededor de la abertura dimensional?

—No.

—Es una lástima.

Gálvez lo miró con enojo.

—Lo que sí veo claramente es que usted está tratando de tomarme el pelo. Ignoro qué trata de obtener con esto, pero no le daré ni un centavo si eso es lo que busca.

Santana, escandalizado, abrió mucho los ojos con espanto.

—¡Hombre sin fe, materialista! ¿Quieres una prueba, incrédulo? Te daré una prueba. Veamos… pide algo, algo de un lugar lejano, China, Japón…

—Japón —repuso Gálvez. Medina había acertado de nuevo: Gálvez había ido a Japón en su luna de miel, y años después regresó para la copa mundial de fútbol —, quiero algo de Japón.

—Y algo de Japón tendrás —dijo el hombre del turbante —, en cuanto pronuncie las palabras mágicas —alzó los brazos y la voz —¡Srinivasa Ramanujan Alyangar!

Tamazaki oprimió el botón del aparato, y de los cables brotaron luces cegadoras y ráfagas de vapor que pronto envolvieron el lugar en una niebla tan densa que nadie vio a Zapata acercarse, dejar algo en el lugar vacío, alejarse a toda velocidad… y maldecir en silencio mordiéndose los labios para no gritar, porque en su carrera se había golpeado la rodilla derecha con la defensa del auto contiguo. Rengueando llegó hasta donde Tamazaki lo esperaba y se sentó de golpe, recargándose en una llanta y frotándose la pierna con rabia, mientras los sistemas de ventilación disipaban la neblina prácticamente de inmediato. Tamazaki lo miró fijamente, tomó su mochila, sacó de ella un pequeño frasco octagonal con tapa dorada y lo tendió a Zapata.

—¿Quieres Pomada de Tigre? —le preguntó.


López, suspirando, separó la espalda de la pared y dio un paso en dirección al escritorio disponiéndose a buscar allí por segunda y última vez.

Y, de pronto, sintió que el piso se hundía.

Por un momento creyó estar mareado o que sentía un sismo, pero no era así: el piso realmente se movía bajo el peso de su enorme cuerpo. Apoyó el peso de su cuerpo alternadamente en uno y otro pie, sintiendo el oscilar de la duela floja como si estuviera sobre una tabla de surf, y el piso siguió cada uno de sus movimientos.

No necesitó mayores pruebas. Sus enormes manos asieron en segundos la orilla de la alfombra y la levantaron de un tirón. Tres listones de madera parecían ser de lo más común… excepto por el hecho de que estaban ligeramente separados del resto de la duela. Intentó levantarlos con las uñas pero no pudo, así que metió la mano al bolsillo y sacó sus llaves, de las cuales colgaba un llavero con la foto de Karenina, su perra pastor alemán. Introdujo la llave más larga en la ranura que separaba los listones, y pudo levantarlos fácilmente debido a que estaban pegados en una sola pieza. Retiró aquél bloque de madera, y pudo ver en el interior varios sobres Manila envueltos en bolsas de plástico. Tomó el primero y lo abrió para revisar su contenido.

Efectivamente, se trataba de fotos muy comprometedoras de Kristy Aguilar. Una de ellas, por ejemplo, la mostraba a sus diecinueve años caminando por el Paseo Montejo… con sus ciento cinco kilos setecientos gramos de peso. ¿Cómo diablos había hecho para tener el cuerpo de supermodelo del que tanto presumía ahora?

López no quiso detenerse a pensar en ello, tenía otras cosas que hacer.

En eso, se escuchó el correr del agua del sanitario, y el chirriar de la puerta del baño de damas.


Cuando el vapor se hubo disipado, Gálvez pudo ver un objeto de un rojo brillante y forma vagamente semejante a la de una enorme pera gorda. Gálvez, muy despacio, avanzó hasta el objeto y lo levantó. Del otro lado, tenía un rostro blanco con una barba negra. Uno de sus ojos era blanco y el otro negro. Gálvez lo miró, estupefacto.

Y, de pronto, recordó.

—Esto… —lo sacudió suavemente para enfatizar sus palabras —, ¿cómo se llama? No me acuerdo, pero…había uno idéntico en un restaurante de Osaka donde nos detuvimos a comer, sólo que aquél era negro y tenía los dos ojos blancos.

Sólo hasta aquél momento pareció formarse una vaga idea de la enorme trascendencia de lo que se le pedía.

—¿Cuándo vendrá… su dios? —preguntó, y reapareció la sonrisa doce en los labios de Santana.

—Ah, eso no lo conocemos con exactitud, pero sabemos que es en una fecha muy próxima. No hoy, ni mañana, pero será pronto. Ahora —tomó el objeto rojo de las manos de Gálvez y lo dejó justo en el lugar donde había aparecido —, devolvamos esto al sitio de donde provino antes de que su propietario… mejor dicho, su propietaria, lo eche de menos. Y recuerde, éste cajón de estacionamiento siempre debe estar libre, nada, ni vehículo, ni persona, deben ocuparlo nunca, o resultarían abrasados por el divino resplandor del Vimana de Indra… en el mejor de los casos. En el peor, bloquearían el chandra, y el dios no podría pasar hacia acá.

Pronunció de nuevo las “palabras mágicas”, y hubo otra descarga de vapor espeso y luces, entre los cuales desapareció el objeto rojo…y apareció un chichón en la frente de Zapata tras golpearse contra uno de los espejos de la camioneta al traer el objeto rojo de regreso. Tamazaki meneó la cabeza y oprimió el interruptor apagando la luz naranja del aparato.


La secretaria se acercaba rápidamente. López colocó los listones en su lugar, desenrolló la alfombra y libró el escritorio de un formidable salto. En un rápido movimiento agarró la papelera y metió los sobres en ella sin detener su veloz carrera en dirección a la puerta del despacho… abriéndola una fracción de segundo antes de que la secretaria lo hiciera. Aparentando naturalidad, vació el contenido de la papelera en una bolsa negra para basura antes de que la secretaria pudiera ver los sobres.

—Ya terminé el despacho —dijo calmadamente, con el gesto de quien no rompe un plato, poniendo la bolsa en el carrito.

—Primero debo revisar que no falte nada —, repuso ella, entrando en el despacho e inspeccionando las posesiones de Gálvez para asegurarse que no faltara alguna y que las cerraduras de los cajones del escritorio no hubieran sido forzadas (lo habían sido, efectivamente, pero López había tenido la precaución de cerrarlas de nuevo).

—Falta de confianza —dijo él, con desagrado.

— No es mi culpa —respondió ella a la defensiva —, son órdenes del licenciado. Todo parece estar en orden. Puede irse.

Es increíble lo desconfiada que puede llegar a ser la gente a veces, pensó López, empujando el carrito de camino a la salida de servicio.



Rato después se reunían en la camioneta. Tamazaki bebía un capuchino pausadamente, mientras Zapata aprovechaba el frío de su frappé para disminuir el tamaño de su hematoma colocándoselo en la frente entre sorbo y sorbo.

Vargas se quitó la barba y el bigote postizos.

— No manches, pareces Kalimán —le dijo López.

—Serenidad y paciencia, mi pequeño Solín —repuso Vargas, sin arredrarse en absoluto por el comentario de López.

— ¿Van a ir a la clínica? — preguntó Medina.

— Quedamos a las cuatro —respondió López.

— Entonces allá nos vemos. Yo… debo hacer unas cosas antes.

Se despidió del resto del equipo y salió de la camioneta.

— Me pregunto si Medina al fin habrá conseguido novia —dijo López.

— Pues ojalá que si haya conseguido —repuso Vargas, pensativo —porque yo ya estaba tentado a rifarlo al condenado.


Grovas y Minjares, el cirujano plástico, observaron detenidamente al paciente. El sol de mediodía entraba a raudales por la ventana, iluminando una IPad, varios libros y una botella de agua Perrier sobre el buró junto a la cama de hospital donde el paciente esperaba, valga la redundancia, pacientemente sentado.

— Bueno —, dijo Minjares al cabo de un rato —, creo que es el momento de la verdad.

Una enfermera comenzó a retirar los vendajes del rostro del paciente hasta que sólo le quedó un pequeño conjunto de gasas. Grovas tomó unas pinzas de sujeción y comenzó a retirarlas cuidadosamente, depositándolas en un riñón sobre la mesa.

— Tiene buena cicatrización —observó Minjares —, no hay supuración ni indicios evidentes de sepsis.

— Ya nada que provenga de éste caballero me sorprende —repuso Grovas con una sonrisa. Retiró la última gasa, y le tendió al paciente dos objetos: un espejo, y el estuche de unos anteojos. Usualmente no se les solía mostrar su rostro tan pronto a quienes hubieran recibido este tipo de intervenciones, pero el paciente había insistido, así que tomó el estuche, sacó los anteojos, los limpió y se los colocó sobre la nariz. Luego, tomó el espejo.

Y en él pudo ver, algo hinchado debido a la cirugía pero perfectamente reconocible, un rostro familiar. Un rostro de un anonimato poco común, al que apenas un puñado de personas asociaba sin titubear a un nombre: Mario Santos.

Minjares se acercó a su vez y, posando las manos sobre la cabeza de Santos, la giró suavemente para poder verla mejor contra la luz.

—Como dije, cicatrización perfecta.

—Tomaste la decisión correcta al operarte para borrar las cicatrices del… accidente —dijo Grovas —. Incluso sicológicamente habría un cambio notorio. Sin embargo…

Tomó con suma delicadeza el brazo de Santos y levantó la manga del pijama. Cerca del codo, la piel era de un color chocolate con manchas rosa pálido.

—No todas las secuelas de lo sucedido serán imperceptibles.

Santos, en un ademán preciso, tomó la manga y la bajó de un firme, rápido tirón.

—No se preocupe, doctor Grovas. Usualmente prefiero la ropa de manga larga.

—Espera, colega, creo que olvidamos algo —observó Minjares. Volvió la cabeza de Santos de manera que su oreja fuera iluminada por el sol entrante. Bajo la oreja, había una delgada cicatriz vertical de unos dos y medio o tres centímetros de largo, casi paralela a la línea del maxilar. Estaba cerrada, pero era notoria, aunque se necesitase de una observación muy detallada del rostro de Santos para descubrirla —. Oh, vaya, no es tan grande. No te preocupes, puedes venir el día que quieras para que te la quitemos. De hecho, podríamos hacerlo ahora mismo en mi consultorio si quieres.

Santos alzó el espejo de nuevo y contempló la cicatriz. Supo que no debía hacerlo. Sería olvidar, confiarse, bajar la guardia de nuevo. Aquello casi le costó la vida. La cicatriz sería un recordatorio permanente de que lo sucedido no debía repetirse nunca.

—Gracias, doctor —volvió a contemplarse, pensativo, en el espejo, (y cualquiera que no lo conociese podría decir que sonrió levemente durante una fracción de segundo) —, pero creo que la conservaré.


Rato después, arrastrando el árbol del que colgaba la bolsa de solución salina que le era administrada vía intravenosa, Santos salió a caminar. Órdenes del doctor.

Avanzó por el pasillo en completo silencio, evadiendo carritos de servicio y sillas de ruedas. Sus ojos no perdían detalle de todos y cada uno de los pacientes que veía a través de las puertas abiertas. La mayoría tenían problemas cuya solución, al menos en éste caso, estaba fuera de su alcance.

La mujer se separó de los brazos del hombre, intentando caminar. Llevaba un abrigo negro y su bolso en una mano, y se veía pálida.

Dio dos pasos en dirección a Santos…y se derrumbó, sin sentido.


Santos intentó levantarla, pero aún se sentía débil por el efecto de la anestesia, y además se lo impedía la intravenosa.

—¡Un doctor! —exclamó el hombre, corriendo a ayudarla. Un joven médico se acercó a auscultarla.

—Está hipoglucémica. ¡Glucosa intravenosa, AHORA!

Entre el hombre, el médico y un enfermero la colocaron en una camilla y se la llevaron de allí. Una enfermera colocó la intravenosa tras revisar que estuviera libre de burbujas, mientras el hombre le acariciaba el cabello con ternura todo el camino.

Sólo por curiosidad, única y exclusivamente por curiosidad, Santos decidió ir tras ellos.


Aunque no podía seguirlos a su misma velocidad, sabía que se dirigían al área de triage y de allí pasarían a una cama en Urgencias. No valía la pena gastar energías en perseguirlos si sabía su paradero final, así que, a paso tranquilo, caminó hasta uno de los sillones de la sala de espera y se sentó, calculando que estarían allí en menos de quince minutos.

A los catorce minutos con cuarenta y tres segundos aparecieron por el extremo del pasillo. Santos no se movió ni dijo una palabra. Toda la información le llegaría pronto, y ni siquiera tendría que pedirla.

Acompañada del médico, dos enfermeros y el hombre, la mujer desapareció a través de la puerta de Urgencias.

Cinco minutos después y muy a su pesar, el hombre tuvo que salir. Le habían pedido que esperara afuera. Durante el primer minuto se paseó por todo el corredor como un tigre enjaulado sin notar a Santos. Al minuto dos tomó su teléfono y marcó un número almacenado en la memoria, mordiéndose los labios mientras sonaba el tono de llamada.

Al fin le contestaron. Y, efectivamente, Santos fue debida y concienzudamente informado sin esforzarse en absoluto por ello.

—Hola, Carlita, soy yo. Hugo. ¿Está tu mami? Pásamela por favor… hola, Mariana, soy Hugo. Sólo… llamaba para avisarte que… Laurita se nos puso muy mal… no, no, estamos en el hospital. Aquí con el doctor Grovas. Lo que sucede es que veníamos a ver a mi tía Adelina, y a Laura se le bajó la presión porque tenía el azúcar muy baja. No, no es diabetes, es porque no ha comido bien, yo creo. Además, tiene la preocupación de mi tía, y el problemón de la galería…yo creo que todo se le juntó. Ya ves, la pasión de mi pobre hermana por el arte no le ha traído mas que problemas. No, lo que pasa es que el propietario del edificio le dejó ése espacio, pero por un error a la hora de la redacción del testamento, el administrador quedó como heredero y no como albacea, y ya se siente con poder para hacer y deshacer. El administrador, no sé si lo conozcas. Un tipo medio raro, chaparrito, gordito, que tiene una colección de figuritas y pinturas de sirenas en su despacho. Todos sus anaqueles los tiene llenos de puras sirenas, ni libros tiene. Ya le dijo a mi hermana que desocupara, a pesar de que el propietario ya había quedado con ella de que podría ocupar ése espacio definitivamente. Lo malo es que fue un convenio sólo de palabra y sin testigos, imagínate. Y ya muerto el propietario, es su palabra contra la del administrador. Mi hermana ha invertido en ésa galería de arte no sólo dinero, también muchas ganas y los mejores años de su vida desde que salió de trabajar en la Galería Pecanins. Para ella es como un mazazo a la cabeza. Ya entró a Urgencias y ya la están atendiendo. No, ahorita está controlada, el doctor dice que necesitará unas inyecciones. Complejo B, es pura vitamina. No, Grovas no, otro doctor que la atendió. Le pusieron glucosa en suero, dicen que es pura azúcar; le están poniendo un suero de azúcar, imagínate. No, yo me voy a quedar con ella. El plan era que yo la trajera porque ella se iba a quedar con mi tía, pero ya ves lo que pasó. ¿Te puedo pedir un favor? ¿Le puedes decir a Paco que cierre el negocio porque yo ya no voy a regresar? Muchas gracias. Sí, muchas gracias, se los agradezco mucho. No, ya comí, gracias. Al menos yo sí, de Laura no sé, supongo que no. Gracias, Marianita. Un saludo a tu esposo y besos a la niña. Adiós.

Cortó la comunicación y se dejó caer en uno de los gruesos sillones amarillos de la sala de espera, recargando la cabeza en la pared y mirando hacia el techo.

—Lamento no haber podido ayudar a su hermana.

El hombre volvió la cabeza hacia su derecha. Sólo hasta entonces notó que Santos estaba allí.

—Gracias, pero creo que el esfuerzo le habría hecho daño. Usted es un paciente también.

Santos asintió en silencio.

—Sin embargo, creo que, aún en mi condición, puedo serles, a usted y a su hermana, de mucha mayor utilidad que simplemente como enfermero —le tendió la mano al hombre —. Mario Santos.

—Hugo Hidalgo — repuso el hombre, estrechándosela a su vez con la suya.


Pacientemente recargado en la reja de entrada a la clínica, Medina esperaba que dieran las cuatro, llevando en las manos un ENORME ramo de flores, y un globo dorado con un arco iris que decía Get well soon. A sus pies estaba una bolsa de plástico blanco. De hecho, el ramo era tan llamativo que fue lo primero que notó Vargas al salir del auto, acompañado de López y Tamazaki. Zapata había tenido que irse antes por un problema en algunas computadoras de su cibercafé, pero había prometido visitar a Santos en cuanto estuviera algo menos protuberante.

—¡Ah, pillín! ¡Te atrapé con las manos en la masa! —exclamó Vargas señalando el ramo. Medina, desconcertado, miraba alternadamente a Vargas y a sus flores sin atinar a comprender.

—Y, ¿la conocemos, o es una enfermera? —preguntó López, con expresión maliciosa.

—No entiendo nada de lo que me están diciendo —protestó Medina, y los otros dos intercambiaron una sonrisita de complicidad.

—No te hagas —insistió Vargas —, tú, bribonzuelo, conseguiste una chica, y no quieres que sepamos.

—¿Yo?

—¡Claro que sí! ¿Para quién son las flores, si no?

Completamente desconcertado, Medina los miró a ambos en completo silencio durante una fracción de segundo.

—Para Santos, por supuesto. ¿No se supone que a las personas enfermas se les llevan flores?

Vargas y López, estupefactos, se miraron entre sí, y luego a Medina.

—¿Qué? —preguntó éste.


Vargas sonrió al ver el rostro aún levemente hinchado de Santos.

—¿Te dio un ataque de paperas o qué? —dijo.

—La hinchazón se debe a que la intervención fue muy reciente y tuve el rostro vendado durante varios días. Comenzará a desaparecer en un par de horas.

—Nos alegra que estés bien —, repuso López —, te extrañamos allá con Gálvez. Ya sé que te conectaste con tu computadora y supervisaste toda la operación en tiempo real… pero no es lo mismo.

La enfermera puso el ramo en el jarrón más grande que pudo encontrar en la clínica, mientras Medina terminaba de atar el globo al barandal de la cama. Tamazaki le obsequió a Santos unos caramelos sabor capuchino y le dijo que esperaría afuera. Todos comenzaron a conversar sobre antiguos operativos. Vargas era bastante fan de rememorar los gestos y expresiones de las víctimas cuando se tragaban el cuento. Resultaba para él una experiencia bastante divertida.

López le dio a Santos los sobres manila. Santos abrió el primero y, efectivamente, halló las fotos de Kristy. Pero los otros tres contenían al menos tres mil dólares y alrededor de cuatrocientos euros. López resultó el más sorprendido, mientras Vargas dejaba escapar un silbido de admiración al ver el dinero.

—Creí que todos los sobres contenían fotos. No fue mi intención robarle a Gálvez.

—Ladrón que roba a ladrón tiene mil varos de perdón —dijo Vargas —, y además, Uka, uka, el que se lo encuentra se lo emboruca.

—Devolveremos este dinero, excepto por los gastos del operativo extra que tendremos que realizar —repuso Santos —. No somos ladrones.

Medina tomó la bolsa blanca, y sacó de ella un par de litros de leche en tetra brik y un envase de yogurt de un kilo.

—Feller te envía esto, dos litros de La Lechera Premium, y un yogurt La Lechera natural, bajos en grasas tal como lo pediste. Debes tomar mucha leche, porque el esqueleto se descalcifica cuando una persona permanece recostada mucho tiempo. Hay otras dos cajas de leche esperándote en casa. Te envía saludos y desea que te alivies pronto.

Santos agradeció con un leve asentimiento de cabeza.

—Agradécele a Feller de mi parte. Bien, señores, comencemos.

—¿“Comencemos” ? —preguntó López.

—¿Qué no estás convaleciente? —se quejó Vargas —¡Acaban de operarte! ¡Se supone que debes descansar!

—Usualmente lo haría, pero, como saben, nuestros ahorros desaparecieron y estamos literalmente en la calle y sin recursos.

—¡Si ese es el problema, podríamos quedarnos con el dinero de Gálvez! —exclamó López.

—A mí tampoco me agrada la idea, pero, si queremos descansar al menos durante un tiempo, deberíamos tener fondos para hacerlo. Prometo no hacer mucho esfuerzo. ¿Medina?

Medina sacó de la bolsa blanca el proyector de diapositivas, lo conectó y lo colocó sobre la cama. La enfermera, a una señal suya, corrió las cortinas y salió de la habitación.


En la pared apareció proyectada la fotografía de un hombre bajo, algo calvo y ligeramente obeso. Llevaba una chaqueta de piel, una camisa blanca salpicada de perennes manchas de birria, un pantalón beige y un desgastado portafolio color ocre. Sus labios eran algo prominentes y su bigote mas bien escaso.

—Francisco Padilla —recitó suavemente Medina, contrario a lo que siempre hacía, quizá debido al lugar donde se encontraban—, oriundo de Ciudad Neza, Estado de México. Cuarenta y tres años, soltero, un metro cuarenta de estatura y setenta y nueve kilos de peso. Se ostenta como Licenciado en Economía y Finanzas por la Universidad Tecnológica de Netzahuatlcóyotl. En realidad los exigentes estándares de ésa universidad resultaron demasiado para él, y abandonó antes de terminar el primer semestre de Derecho. Ha tenido varias parejas, pero ninguna definitiva, y todas se quejan de que jamás consiguen complacerlo de ningún modo. Es como si esperase demasiado de ellas…

—¿Cómo rayos conseguiste información tan íntima en cuatro horas? —preguntó López. Medina suspiró por la interrupción y continuó.

—Hasta hace poco fungía como administrador del edificio en cuya parte baja nuestra clienta, Laura Hidalgo, tiene su galería. Diré de paso que ella trabajó durante años en la famosa Galería Pecanins, y que la Galería Hidalgo ha sido la única de toda Latinoamérica que se ha arriesgado a exponer los óleos de Kristopher Gentian, un pintor neoyorkino de los años ochenta prácticamente desconocido, con gran éxito.

—Una exposición muy comentada en el circuito del arte —comentó Santos —, debido a que una pequeña galería independiente y con problemas financieros rara vez hace ése tipo de retrospectivas. Pero valió la pena, por lo que entiendo. La Galería Hidalgo resolvió sus necesidades financieras y obtuvo un prestigio bien ganado.

—Pero esto no impresiona a nuestro hombre en absoluto —continuó Medina —. Padilla está convencido de que el arte no vale nada. El problema se remonta a antes de la muerte del propietario original del inmueble. Por error nombró heredero a Padilla, y no mencionó el arreglo de palabra con la señora Hidalgo en su testamento. Padilla, nada tonto, ahora pretende que la señora Hidalgo abandone su galería, aprovechando que el antiguo dueño no tenía familia. Hubo un detalle que me llamó la atención: Padilla parece estar obsesionado con un mito griego…

—Sirenas —dijo Santos.

—¿Sirenas? —preguntó Vargas, y Medina oprimió un botón en el control remoto del proyector.

La pared se llenó de sirenas: las sirenas que atestaban los anaqueles y las paredes de Padilla. Las había en todos tamaños, formas y colores, de plástico, de porcelana, artesanales de barro con todo y guitarra, y de felpa, locales e importadas, chicas y grandes.

—Sólo cinco o seis de esas piezas han sido obsequios de otras personas. La mayoría las compró él mismo.

—No, pues eso sí es una obsesión —concedió Vargas, convencido.

—Caballeros —, dijo Santos —las sirenas existen. Al menos, existirán para Padilla.

López sacó su libreta de notas, listo para apuntar. De los otros tres, sólo Santos se percató de que López había cambiado su austero y diminuto block de notas por una flamante Moleskine.

—López —comenzó a dictar Santos —, necesitaremos una sirena.

—¿De mar o de agua dulce? —respondió López con ironía mientras garabateaba en su libreta.

—De mar, de preferencia. Necesitamos una mujer joven, de unos veinte años, que practique el buceo de profundidad. También necesitaremos un yate de mediana… no, de pequeña eslora, y mucho, mucho látex. ¿No saben si Galilea está disponible?

López consultó su reloj.

—Está en una junta de su programa Hoy.

—Pues llámale mañana —ironizó Vargas.

—Qué destello de ingenio —reviró López.

—Necesitaremos que nos grabe una cápsula —continuó Santos —. Y también necesito que consigas videos musicales antiguos de la cantante Tatiana.

—¿La Reina de los Niños? —preguntó López, y Santos asintió sonriendo levemente.

—Sí, pero mas bien videos de cuando era una Princesa del Pop. Señores, nos vamos de pesca. Atraparemos un pez gordo. Ah, López, una cosa más… necesito que consigas algunos clásicos.

—¿Clasicos como Led Zeppelin y Deep Purple? —preguntó López, y Santos sonrió.

—Yo decía mas bien clásicos como Haendel y Telemann.

—¿En que fase del operativo vamos a utilizar ésa música? —preguntó Medina, intrigado.

—En ninguna —fue la respuesta de Santos —. La colección de música se perdió, y hay que comenzar a reponerla.


Tamazaki, sentado en la sala de espera, jugueteaba con el objeto rojo que había servido para engatusar a Gálvez. De pronto, lo puso cabeza abajo y observó fijamente la base. Había un enorme arañazo en el fino laqueado rojo. Tamazaki frunció el ceño. Gálvez había raspado el objeto contra el pavimento al estirarse para levantarlo, y el piso de concreto o alguna piedra diminuta habían dejado testimonio de su existencia sobre la laca. “Mi hermana va a matarme”, pensó.

Se abrió una puerta, y salieron López, Vargas y Medina, que llevaba la bolsa blanca con el proyector. Tamazaki se puso el objeto bajo el brazo, tomó del piso la delgada lata de jugo de lichi que estaba bebiendo, y se puso de pie. Habían quedado con él en llevarlo a su casa al salir del hospital. López le dedicó algo parecido a una sonrisa y le dio una palmada en el hombro, Medina medio lo saludó con una media reverencia debido a que se habían visto en la mañana, y Vargas también le dio unas palmadas en la espalda de camino a la salida.

—Olvidé preguntarte algo allá con Gálvez —le dijo, señalando el objeto rojo —¿Qué es esto, eh?

—Es un Daruma. Pides un deseo, y cuando se concede, pintas uno de sus ojos de negro.

—Órale —en el rostro de Vargas se dibujó el asombro —, qué padre. Oye, Tamazaki —de pronto posó su brazo sobre los hombros del colaborador como si fueran amigos de toda la vida —, ¿me lo podrías prestar? Es que… hay una chava que se acaba de mudar cerca de mi casa, y, por alguna razón inexplicable, cada vez que la invito a salir me dice que no…

Se abrió la puerta de la clínica, dando paso al escultural cuerpo de Kristy Aguilar. Vargas le dedicó cierta mirada, pero luego volvió al asunto que le interesaba más con Tamazaki. Medina la saludó vagamente al pasar, y López le entregó el sobre manila con las fotos. Ella le agradeció de forma algo cohibida.

—Usted… —dijo, con un hilillo de voz — usted ¿abrió el sobre?

López lanzó un suspiro.

—Necesitaba verlas para saber si eran las correctas, señorita Aguilar —, le molestó que ella le preguntara. De por si no le agradaba, debido a lo que consideraba una vida llena de frivolidades y de preocuparse por el qué dirán, concediendo demasiada importancia a una vana apariencia. Ella asintió en silencio.

—Pensará usted que soy una hipócrita…

—Lo que yo piense sobre su apariencia anterior o actual no es importante—repuso López desviando deliberadamente la mirada —. Usted necesitaba ésas fotografías, nosotros las conseguimos. Así de simple.

Ella asintió de nuevo.

—Gracias a ustedes podremos abrir nuestra clínica de control de peso muy pronto. Gálvez quería chantajearme con estas fotos, pero ahora puedo usarlas para la publicidad de la clínica, y él no verá ni un centavo de ello —pareció pensativa unos segundos —. Oiga, como una muestra de mi agradecimiento… ¿aceptaría usted un tratamiento gratis? Le ayudaría mucho dada su condición actual.

López la miró fijamente, molesto. Luego, echó a andar hacia la salida.

—Gracias, señorita Aguilar —repuso —, pero, a diferencia de sus futuros clientes, yo si me acepto a mí mismo tal como soy.


Para ser del todo honestos, Padilla no hacía absolutamente nada en todo el día. Es decir, nada significativo. Su rutina era levantarse a las diez, ver un rato la televisión mientras desayunaba, darse una ducha (opcional, dependiendo de la hora, del clima y del deseo de hacerlo) y salir para el edificio que, por un tremendo golpe de suerte, había pasado a ser su flamante propiedad y, para el que, por supuesto, tenía planes.

Por ejemplo, ahora se quedaría con la totalidad de las rentas cobradas, y no sólo con una mísera comisión. De las reparaciones, que desde antes de la muerte del antiguo propietario habían quedado pendientes, mejor ni hablar: Tú lo rompes, tú lo pagas. Por supuesto, para aquella galería de dizque arte en la que no se paraban ni las moscas, también tenía una idea excelente. A nadie le importan ésas plastas de pintura moderna mas que a los hippies. Padilla tenía sentido práctico. Un billar, por ejemplo. Podrían caber fácilmente cuatro o cinco mesas en aquél espacio. Y Padilla siempre había soñado con tener un billar, claro, era su segundo mayor anhelo después de aquello con lo que soñaba siempre. Digamos que éste era el sueño práctico, y el otro era el sueño romántico.

Y siempre pensaba en ambos al salir de la cama. Buscó el control remoto en el buró, y, al no hallarlo, levantó las sábanas, y el aparato cayó solo.

Medina se preparó para sincronizar las señales. Padilla no tenía la menor idea de que su vieja tele no estaba conectada a la antena de conejo, sino a un moderno dispositivo de edición y reproducción de video.

—Padilla enciende su televisor en cinco, cuatro, tres…

Perezosamente, Padilla alzó el brazo en dirección al televisor, y oprimió el botón Power.

—…dos…

La tele era vieja, y tardó en calentar. Después de segundos que parecieron una eternidad, el agujero negro de la pantalla se convirtió poco a poco en una imagen de colores apagados pero reconocibles.

—¿Y qué creen que me encontré el otro día, chicos? —preguntó Galilea Montijo.

—¿Qué? —preguntó convenientemente alguien fuera de cámara.

—Bueno, pues revisando algunos videos para hacer una cápsula sobre la carrera de Tatiana, la Reina de los Niños, me encontré algo de cuando era muy jovencita. A ella desde siempre le han encantado las sirenas, es fanática de las sirenas… incluso tenía antes una habitación repleta de cualquier objeto que te puedas imaginar en forma de sirena.

Al escuchar la palabra mágica, Padilla enderezó las orejas.

—Y, para hacer éste video musical que les vamos a presentar a continuación, se mandó hacer un disfraz de sirenita en Estados Unidos, con la misma persona que hizo el traje de sirena para la película Splash!. Chequen que linda se ve en éste video, y que jovencita.

Padilla apenas le prestó atención a la música. De hecho, bajó el volumen porque le distraía. Sus ojos se encadenaron a la pantalla para no moverse más hasta que terminó la canción y Medina medio se apiadó de él metiendo unos falsos comerciales. En calidad de zombie, Padilla apagó el televisor y se encaminó rumbo a la ducha con pasos pesados, mientras sus ojos, desconectados ya de su cerebro, miraban hacia delante sin ver.


Padilla metió la mano al bolsillo para sacar las llaves de su despacho. Pero no las había introducido aún cuando reparó en aquél sujeto. Y el sujeto, a su vez, reparó en él. No estaban demasiado cerca, pero pudo ver claramente el fistol en su saco.

Una sirena de oro. Pronto Padilla no le despegaba los ojos de encima, como un perro frente a un kilo de arrachera. ¿Dónde habría conseguido aquél bellísimo accesorio? Si no estuviera un poco corto de tiempo, sin duda le preguntaría. El sujeto lo miró unos segundos más, y luego consultó su reloj. Parecía que Padilla no era el único al que se le hubiera hecho tarde. A continuación sacó un paño antiestático de su bolsillo y limpió cuidadosamente sus anteojos antes de colocárselos de nuevo. Hasta entonces pareció decidirse a acercarse a Padilla, que estaba por cerrar la puerta.

—Disculpe, ¿por casualidad conoce al Licenciado Francisco Padilla? Llevo esperándolo alrededor de veinte minutos.

Padilla lo miró con desconfianza. Si era un vendedor de tiempos compartidos o algo así, tendría que darle con la puerta en las narices.

—¿Quién lo busca?

El hombre le tendió la mano.

—Giuseppe Tomasi, Príncipe de Lampedusa.

Padilla frunció el ceño. Aquél sujeto parecía demasiado normal para ser un príncipe como los de cuentos de hadas. ¿Y de cuándo acá la nobleza lo visitaba a él?

—¿Qué se le ofrece? —preguntó secamente.

—Una invitación. ¿Es usted el Licenciado Padilla? Un placer conocerlo. Su galería de arte es reconocida en el mundo entero gracias a las extraordinarias exposiciones que ha instalado últimamente.

—¿Mi galería? —pareció dudar unos segundos —¡Ah, sí, mi galería, claro! Si el dueño soy yo… —abrió apresuradamente la puerta franqueándole el paso a Santos —pase, pase, tome asiento… perdón, no sé cómo dirigirme a usted… ¿le puedo decir excelencia, príncipe o cómo?

—Mis amigos me llaman Tomasi. O Lampedusa, como prefiera.

—Perdón, no soy muy bueno con éstas cosas, la formalidad no se me da mucho —Lampedusa sonrió levemente, era obvio —. ¿De dónde me dijo que venía?

—De Italia, y no se lo dije.

—No, a lo que me refiero es a la invitación que mencionó hace un rato.

Lampedusa pareció tomarse su tiempo antes de responder. Observaba cuidadosamente la colección de cuadros de sirenas de Padilla, algunos definitivamente bastante guarros. También observó las que decoraban los anaqueles con una profunda atención.

—Una invitación muy poco común. Veo que no nos equivocamos con usted. No es un privilegio que reciba todo el mundo, sólo personas muy especiales. Perdóneme que sea tan directo, pero, ¿siente al menos algo de satisfacción entre éstos juguetes?

—No le comprendo — Padilla lo miró con desconfianza.

—Sólo juguetes e imágenes, vacíos y huecos. Durante milenios se nos ha hecho creer en la falacia de la inexistencia de ciertos seres mal llamados mitológicos. Usted no lo sabía. No lo culpo por reunir una colección tan amplia de remedos, de copias, de malas falsificaciones. Algo que inconscientemente, sostuviera la ilusión. Pero estoy aquí con la finalidad de liberarlo de la ilusión —como Padilla no acertara a responder, Lampedusa continuó —. Si está harto de vivir entre sirenas de mentira, le ofrecemos la posibilidad de algo real.

Los cabellos en la nuca de Padilla se erizaron.

—¿Quiere… quiere decir que…las sirenas…?

Lampedusa asintió en silencio, haciéndole una seña para que no alzara demasiado la voz.

—Le ruego discreción, Licenciado Padilla, esto no es algo que deba saber todo el mundo.

—No, claro, claro. —Fue hacia el mueble de los licores y sirvió dos vasos de whisky barato. Pero, cuando le tendió el vaso a Lampedusa, éste rehusó cortésmente.

—Gracias, no puedo beber alcohol por razones médicas, aún estoy convaleciente —Padilla no supo que hacer con los vasos, y al final los dejó donde pudo, no sin antes darle un gran sorbo al suyo. Santos agradeció tener un pretexto estupendo para no estar obligado a, al menos oler, aquél licor malísimo.

—Perdón, señor Lampedusa, príncipe. ¿Me decía…?

—Le decía que la invitación es a una subasta. La subasta de un valioso, valioso ejemplar obtenido en el Mediterráneo a principios de éste año. Un ejemplar vivo, por supuesto —por la frente de Padilla escurrió una gota de sudor —. Si acepta, un auto vendrá a recogerlo el día de la subasta. No puedo decirle fecha ni hora por razones de seguridad, lo siento. Supongo que usted tendrá la solvencia mínima para participar en la subasta.

—Claro, claro —Padilla estaba calculando mentalmente cuánto le podrían dar por el edificio, su casa y su auto.

—Por supuesto, no está obligado a participar, puede simplemente ser un espectador. Pero yo en su lugar no desperdiciaría la oportunidad de tener en mis manos algo vivo, real, que se pueda tocar y conservar en un estanque apropiado. No estamos hablando de peces de ornato, sino de algo mucho mayor. Un tesoro disfrutable única y exclusivamente por usted.

Padilla quedó pensativo durante algunos segundos.

—Quisiera saber su respuesta, Licenciado Padilla. Podría pasar mucho tiempo, años incluso, para que una oportunidad como ésta se repita.

Los ojos de Padilla se clavaron en su interlocutor.

—Acepto su invitación.


La limousine blanca se detuvo frente al edificio algunos días después. Feller se acomodó la gorra de chofer, y se dispuso a esperar dentro del vehículo. Padilla no se haría esperar.

Sonó el teléfono. Padilla levantó el auricular y una voz femenina preguntó su nombre. Al recibir respuesta le pidió que esperara unos minutos. En el teléfono se escuchó una suave música instrumental para aligerar la espera: No Ordinary Love, interpretada originalmente por la cantante Sade.

—¿Padilla? —preguntó la voz de Lampedusa en el auricular. Padilla asintió sin pensar que su cabeceo no podría escucharse en el teléfono —. Mire por la ventana. Si ve una limousine blanca, baje de inmediato.

Padilla apenas tuvo tiempo de tomar el maletín que contenía la totalidad de sus ahorros. Al final, no había tenido tiempo de anunciar el edificio en los avisos de ocasión del periódico. Ya lo vendería más tarde. Cerró apresuradamente con llave y bajó corriendo. De pronto, se detuvo. Regresó, abrió el despacho y sacó las escrituras del edificio. Tal vez se las aceptasen en vez del efectivo, si lo que traía no le alcanzaba.

Llegó hasta el vehículo, junto al cual, de pie, lo esperaba Feller.

—¿Francisco Padilla? —preguntó, y el administrador asintió con cierta impaciencia infantil— soy Jaime, y vine a recogerlo —. Feller le abrió la puerta de la limousine. Padilla se disponía a entrar, cuando Feller lo detuvo de pronto, pidiéndole que esperara un momento. Tomó un antifaz negro semejante a los que ciertas personas usan para ayudarse a conciliar el sueño, y cubrió con él los ojos de Padilla, impidiéndole ver.

—Una pequeña precaución de seguridad —, dijo, asegurándoselo firmemente —, espero que no le cause molestia.

—No, claro —repuso Padilla, que para ése momento ya estaba dispuesto a que le vaciaran encima una cubeta de glucosa y lo cubrieran de plumas de guajolote, con tal de ver su más caro deseo hecho realidad. Feller lo ayudó a subir al auto, pero Padilla erró el cálculo y se golpeó la cabeza contra la entrada.

Al fin pudo acomodarse en el asiento de piel. Feller cerró la puerta y entró al lado del conductor. Pronto la limousine avanzaba por las calles de la ciudad.

—Disculpe, Jaime —dijo Padilla al cabo de unos minutos —, ¿puedo hacerle una pregunta?

—No, lo siento —, repuso Feller.

Y ambos guardaron silencio durante todo el trayecto.


Al fin llegaron a la sede de la subasta, una antigua casona en Tepotzotlán, Estado de México. El trayecto era lo suficientemente largo como para alejarse de la mancha urbana, y lo suficientemente corto como para no impacientar demasiado al pasajero. Feller estacionó la limousine y ayudó a salir a Padilla, conduciéndolo al interior. Tras varios pasos inseguros, Padilla fue autorizado a descubrirse los ojos.

Y en lo primero en que éstos fijaron la mirada fue en el fistol de sirena.

—Bienvenido, Licenciado Padilla —dijo suavemente Santos. Volteó hacia un costado y le hizo una seña a López para que se acercara. López, vestido con su elegante traje italiano blanco, anteojos oscuros y camisa negra, intimidó a Padilla al acercarse. Padilla fingió aplomo lo mejor que pudo para no hacer el ridículo ante Lampedusa, preguntándose si aquél sujeto no habría salido de algún episodio de Los Soprano— Franti, te presento al licenciado Francisco Padilla.

—Piacere —respondió López con una reverencia.

—Licenciado Padilla, por favor acompañe a Franti. Él lo llevará hasta el salón.

“Franti” le estrechó la mano a Padilla, y le franqueó el paso hacia un salón donde había varios asientos disponibles, no más de veinte, y todos reservados con letreros que ostentaban nombres de lo más extraño: Mr. Thomas Hanks, Miss Rumiko Takahashi, Mr. H. C. Andersen, etc. Entre todos, López le señaló el que decía Lic. Fco. Padilla, y el administrador tomó asiento. Estaba en un sitio privilegiado en la segunda fila, pero era la única persona en la enorme habitación. Al fondo, hacia la derecha, unos cortinajes negros cubrían apenas una puerta.

Disfrazado de camarero, uno de los colaboradores le ofreció una bebida. Padilla se había curado de una incipiente infección renal hacía poco, así que Santos sólo tuvo que añadir una muy leve dosis de diurético a su bebida: un whiskey, ésta vez de calidad medianamente decente. Una dosis mayor quizá le hubiera causado molestias en vez de un simple deseo de levantarse en busca del sanitario más cercano. De pronto, vio entrar a Feller con cara de apuro y una enorme prisa. El colaborador siguió de largo a paso más que vivo, y desapareció tras los cortinajes. Minutos después reaparecía, con gesto de alivio y una leve sonrisa en su boca, mientras se fajaba apresuradamente la camisa y se reacomodaba la chaqueta, regresando por donde había venido sin aparentemente notar a Padilla en lo absoluto.

Padilla no necesitó ser un Sherlock Holmes para deducir que los sanitarios se encontraban detrás de aquellas cortinas, así que, tras algunos segundos de indecisión, se levantó de la silla. Dudaba si dejar el portafolio o llevárselo, pero al fin optó por esto último, sin detenerse a pensar ni por un momento si acaso su desconfianza ofendería a su anfitrión.

Dudó un poco ante la entrada, pero su vejiga lo aguijoneó para que se decidiera, y apartó una de las cortinas de un tirón, entrando antes de que se cerrara.

El interior estaba oscuro. Casi completamente oscuro, excepto por una suave luz azul que se filtraba desde el fondo. Padilla avanzó prácticamente a tientas. La habitación no era tan grande, o eso había creído, pero la verdad es que sintió que se había equivocado, y deseó regresar. Pero ya había recorrido bastante camino, y pensó que resultaría mejor que llegara al fondo del aposento, y si encontraba a alguien allí, por supuesto le preguntaría.

La luz azul era producida por las lámparas que iluminaban un enorme acuario de piso a techo. Al dar la vuelta en un recodo del camino, Padilla pudo verlo en su totalidad. Aquel paisaje marino lo maravilló, no únicamente por su belleza, sino por el hecho (e incluso alguien tan obtuso como Padilla podía comprenderlo) de que era un fragmento de las profundidades marinas mágicamente transportado a tierra firme. Aquí, en algún lugar del Valle de México, había un diminuto océano lleno de vida: hermosos peces exóticos, algunos verdaderamente grandes, llenaban el espacio azul con sus inverosímiles colores y la belleza única de sus formas. Padilla quedó embobado ante el ondular de una bailarina española, aunque no lo suficiente, quizá, como para preguntarse cómo diablos habían conseguido aclimatar a aquél ejemplar a una altura de miles de metros sobre el nivel del mar. En todo caso, lo importante es que estaba allí. Clavó la mirada en otros ejemplares a su izquierda, sin notar que, en el otro extremo del acuario, algo se movía. Algo grande. Mucho más grande que la morena o el pez sapo que veía intentar ocultarse entre las sombras de las rocas artificiales del hábitat marino. Una enorme sombra cruzó de arriba abajo a gran velocidad, desapareciendo por un extremo del acuario. Padilla se sobresaltó. Había visto algo con el rabillo del ojo. El acuario bien podría contener algún tiburón de tamaño mediano. Quizá era el que utilizaba Franti para deshacerse de quienes no le simpatizaran.

Padilla intentó tranquilizarse. Necesitaba el sanitario, pero la curiosidad resultó mucho más fuerte. Paseó la mirada por el océano miniatura en busca del escualo, cuando, emergiendo desde el fondo del acuario, apareció algo.

Mejor dicho, apareció alguien.

Posó su mano, con dedos unidos por membranas delgadas y transparentes, ligeramente azuladas, en el vidrio. Sus ojos cafés se clavaron en Padilla, y ladeó la cabeza como un cachorrito en la tienda de mascotas ante el niño indeciso que no sabe si adoptarlo o no, intentando comprender a aquella extraña y obesa criatura del otro lado del cristal. Una larga cabellera castaña que le caía sobre los hombros le cubría los senos y prácticamente toda la espalda… y justo donde deberían estar la cadera y las piernas la piel se convertía en un suave tapiz de escamas ovales e iridiscentes, de un color azul claro, terminando en una cola de pez del mismo color de las membranas de los dedos.

Era real. Padilla se estremeció.

Ella lo miró de nuevo, analizándolo, y al fin le sonrió con simpatía. Padilla le sonrió a su vez, y ambos se miraron durante lo que pareció un largo tiempo.

De pronto, la sonrisa se borró del rostro de ella, y fue sustituida por una expresión de miedo. Dio media vuelta y aleteó lo más rápido que pudo alejándose del cristal. La enorme mano de López se posó sobre el hombro de Padilla, que dio la vuelta, sobresaltado.

—¿Qué hace usted aquí? ¡No se permite a los clientes la entrada a éste lugar!

Padilla tuvo que hacer gala de su recién recobrado control de esfínteres al ver a Franti increparlo con aquella expresión feroz. Aquél sujeto lo sacó del lugar llevándolo de nuevo al salón de la subasta, donde providencialmente se encontraron con Lampedusa, al que Padilla pidió ayuda con una mirada suplicante.

—¿Qué sucede, Franti? —preguntó Santos.

—Encontré a éste tipo en el acuario —respondió López.

—¡Yo sólo buscaba el baño! —se defendió Padilla.

—En ésa área están los sanitarios para empleados — le explicó Santos —. El servicio para clientes se encuentra por aquí —hizo seña de guiarlo a otro lugar —. Gracias, Franti. Todo ha sido un malentendido. Yo le mostraré el camino al Licenciado Padilla. Lo siento, Licenciado, todo ha sido culpa mía. Verá, ningún cliente debe tener acceso a la mercancía antes de su venta, porque eso lo pondría en ventaja ante los demás clientes. Y no queremos eso. Tratamos de que las subastas sean lo más justas posible, porque la condición de nuestros clientes no demanda sino lo mejor, ¿me comprende?

Padilla había entendido sólo a medias, pero igual asintió. Santos le mostró el sanitario para los clientes, y el administrador entró más que deprisa.


López volvió a entrar detrás de las cortinas. A paso vivo fue hacia el acuario y dio dos pequeños golpes en el vidrio. La sirena se acercó a las escaleras de herrería colocadas apresuradamente tras la pared falsa por la que López entró para subirlas de ágiles zancadas. De las profundidades del estanque surgió la figura ahora familiar de Mariana Chan Gómez, campeona sinaloense de inmersión, con un récord de casi treinta y seis metros de profundidad con una sola inhalación logrado en Cabo San Lucas, Baja California, el año pasado, y su compañero de equipo David Álvarez, buzo profesional encargado de darle oxígeno a Mariana bajo el agua, en un rincón oculto, lejos de las miradas de los curiosos, para que las burbujas liberadas por los tanques de oxígeno no fueran vistas, especialmente por Padilla.

—¿Qué tal lo hice? —preguntó ella.

—De diez —fue la respuesta de López —, de hecho, cuando quieras retirarte del buceo, la actuación te está esperando con los brazos abiertos.

—No, gracias. Mi vida está en el mar, pero gracias por la sugerencia. Y por la oportunidad de cumplir un anhelo de mi niñez. Por cierto, cuando terminemos, ¿puedo quedarme con el disfraz?


Para cuando Padilla salió, Santos había desaparecido. Sin embargo, logró dar con el camino de regreso al salón de subastas. Para su sorpresa, había ya bastante gente sentada, y seguían llegando personas. Varios de los asientos cuyos letreros había leído antes estaban ya ocupados (entre ellos el de la hermana de Tamazaki, que ocupaba el lugar reservado para Rumiko Takahashi). Padilla decidió que había mejores cosas en que centrar su atención en aquél momento, pero no pudo evitar observar de reojo al resto de los clientes potenciales, entre los cuales había incluso una especie de príncipe árabe de algún país de Medio Oriente donde el petróleo probablemente se daba en los árboles. Y no dejó de sentirse intimidado ante aquél club de millonarios, con todo el trabajo que le había costado conseguir la suma de dinero que yacía plácidamente dentro del portafolio.

Pero la había visto. La había visto antes que todos aquellos ricachones. Y ahora que la había visto, estaba dispuesto a pelear por ella con uñas y dientes. Si en la subasta lo dejaban atrás, no sería sin haberlos puesto previamente en un apuro. Para ellos, sólo era un capricho de ricos, y podrían contentarse con el próximo juguete caro que apareciese ante su vista. Para él, representaba el más caro sueño (literalmente) de su infancia. Lampedusa tenía razón: ahora que la había visto, que había visto una real, no podría conformarse con muñequitas de plástico o figuritas de barro. El canto de la sirena es hechicero, por él, los hombres se arrojan de cabeza a los abismos profundos. Padilla había caído en el embrujo. Supo que ella tendría que ser suya, sin importar cuánto tuviese que desembolsar, qué tuviese que hacer o qué tan lejos tuviese que llegar.

Santos subió a la tribuna y empuñó el pequeño mazo. Ahora era su turno de experimentar un dejà vù. Distraídamente se rascó la cicatriz bajo la oreja. Pero podría considerarse lección aprendida: al pasear su mirada por el salón no vio, entre socios y colaboradores, a nadie que no hubiese sido previa y concienzudamente probado y aprobado. Su seguro era la inexistencia de rostros desconocidos entre aquella pequeña multitud. Y a su mente acudió una idea que había estado rozándolo desde hacía mucho, mucho tiempo: éste grupo bien podría ser equiparable a una pequeña compañía de teatro, a una singular y extraordinaria trouppe. ¿Qué podrían pensar los más vanguardistas directores de teatro experimental, qué podrían decir de ésta representación, de ésta comedia donde los actores son numerosos y el público, reducido a un sólo espectador, ni siquiera sabe que está inmerso en una enorme farsa? Y, cuando ésta solemne burla haya concluido…

Estos pensamientos cruzaron por su mente como relámpagos entre nubes de tormenta. Su ágil cerebro pronto estaba concentrado en otra cosa. No había desechado aquellas reflexiones, no: todo permanecía en su prodigiosa memoria, que habría envidiado Borges, archivado entre secretos que jamás verían la luz. Secretos que incluso López, Vargas y Medina desconocían, y cuyo código de acceso era el nombre de un hombre inexistente: Fernando de Aguirre.

Todas las conversaciones cesaron instantáneamente apenas Santos tomó su lugar.

—Damas y caballeros, en este instante daremos inicio a la subasta de un magnífico ejemplar que, como saben, fue obtenido en enero de éste año en las costas del Mar Mediterráneo. La mayor parte de ustedes conoce perfectamente la mecánica de ésta subasta. Para quienes no —fijó la vista en Padilla durante una fracción de segundo —, el mecanismo es muy simple: daré una cifra inicial, y los postores irán aumentando la oferta según crean conveniente. Quien ofrezca la mayor cantidad gana. Comenzamos con doscientos cincuenta mil.

Padilla exhaló un suspiro de alivio: después de todo, tal vez si podría quedarse con ella.

—Doscientos cincuenta mil pesos es una cifra más baja de lo que creí —le dijo a uno de sus vecinos de asiento, el cual sonrió ante la candidez del novato.

—En realidad se refería a doscientos cincuenta mil DÓLARES— le aclaró amablemente, y Padilla palideció —, y tiene usted razón, la cifra es un tanto baja. La crisis del petróleo, supongo.

Padilla agradeció con un tartamudeo y se hundió en su asiento. A menos que el edificio cuyas escrituras poseyese fuera en realidad la Torre Dubai, nunca podría, ni en sus más locos delirios de grandeza, alcanzar a aquellos ricos. Santos hizo una seña a López, que esperaba junto a las cortinas. López asintió desapareciendo tras éstas. Segundos después reapareció, conduciendo un pequeño montacargas, en cuya parte delantera había un enorme objeto en forma de prisma rectangular cubierto con una tela opaca de color negro. Lo único visible de aquél objeto era la tarima de madera sobre la que estaba colocado. El montacargas avanzó muy despacio hasta llegar muy cerca de Santos. López lo detuvo allí, y bajó aquella carga sobre una base cercana. El montacargas dio media vuelta y desapareció tras las cortinas. Dos ayudantes, a una señal de Santos, se acercaron. Uno de ellos dio dos leves golpecitos en la cara del prisma oculta al público, esperó unos segundos, y luego hizo una seña con la cabeza a su compañero para que retiraran el paño negro que cubría al objeto rectangular, lo que hicieron de un rápido y espectacular tirón.

Una oleada de murmullos de admiración recorrió la sala. Los ayudantes habían descubierto una pecera gigantesca que descansaba sobre la tarima. Y, sin embargo, aún con sus grandes dimensiones, la pecera resultaba demasiado pequeña para su ocupante. Padilla tragó saliva: ella estaba allí, y entre todos los presentes, sólo lo miraba a él.

—¿No será una persona disfrazada? —preguntó alguien sentado detrás de él.

—No seas idiota —respondió otra persona. Padilla no se atrevió a voltear para identificar al dueño de la voz para no perder detalle de sus palabras —. No es la primera vez que vengo, y te puedo decir que esta clase de gente nunca daría gato por liebre. Fíjate cómo no está echando burbujas ni intenta salir a respirar. Es buena. Además, parece bastante sana. Le calculo unos… unos dos mil años, mínimo. Aunque, como no envejecen, no sabe uno bien a bien nunca.

Padilla se decidió al fin a volver la cabeza en busca del postor que había dado tan docta explicación, pero éste calló una fracción de segundo antes de entrar en el campo visual del administrador… momento que aprovechó Mariana para asomarse a la superficie e inhalar profundamente antes de sumergirse de nuevo justo un par de segundos antes de que la cabeza de Padilla volviera a su posición original.

—Ejemplar de sexo femenino, aleta angulada, nativa de las cálidas aguas del Mediterráneo—recitó Santos —, excelente salud, alrededor de dos mil trescientos años de edad —detrás de Padilla, la misma voz anterior susurró: Te lo dije. Si yo tengo buen ojo —, capturada frente a las costas de Augusta, en la isla italiana de Sicilia. Habla una especie de dialecto griego ya desaparecido, pero creemos que su nombre es Lighea, y es hija de Calíope, la musa de la poesía épica. Aparentemente no está emparentada con otros ejemplares que hemos ofrecido en subastas anteriores, por lo que este ejemplar resulta particularmente valioso para quienes estén interesados en intentar la crianza en cautiverio. Damos inicio con doscientos cincuenta mil…— alguien hizo una discreta seña, y Padilla lo notó —doscientos ochenta mil… ¿quién da trescientos…?

Los postores parecían inusualmente perezosos, como si les doliera cada centavo ofrecido, aunque varios minutos después, con mucho trabajo, alcanzaron cifras que realmente podrían calificarse como obscenas. Para Padilla, al menos. Abrazando su portafolio, se conformaba con ver cómo los demás proseguían el estira-y-afloja de cantidades estratosféricas, quedando cada vez menos de ellos en el camino. El jeque, por ejemplo, que parecía tan pudiente, tuvo que abandonar la puja después de un par de intentos. Padilla, de algún modo, terminó por no sentirse tan pobre.

Cuando Santos estaba a punto de adjudicar el ejemplar a uno de los colaboradores, se oyó un estrépito en la entrada al salón. Un grupo de personas, vestidas mucho menos elegantemente que los invitados a la subasta, irrumpieron en el salón llevando pancartas y gritando toda clase de consignas. Padilla, sorprendido, miraba hacia uno y otro lado, preguntándose de dónde habrían salido aquellas personas que, obviamente, no habían sido invitadas, y que a duras penas eran contenidas por los elementos de seguridad privada.

Una de ellas, un hombre de cabellera larga y cierto aspecto a medio camino entre hippie y grunge, se adelantó al resto de los invasores. Llevaba un chaleco que a Padilla le recordó los que suelen llevar los fotógrafos o, mas preciso aún, los que ciertos ecologistas usualmente portan. Efectivamente, al acercarse aquél sujeto, Padilla pudo ver sobre el chaleco el nombre de una organización ecologista: GreenHope, Derechos Humanos y Medio Ambiente, A.C. Al volver la vista, pudo ver que la mayor parte de los postores, mucho más rápidos y quizá más habituados a aquella clase de interrupciones, se habían movido mucho más rápido que él y habían ganado ya los cortinajes, detrás de los cuales tal vez hubiese una salida de emergencia. Padilla, en cambio, cuando pudo percatarse de ello, ya tenía a los manifestantes bloqueándole el paso, así que se convirtió (involuntariamente) en el único testigo del drama que se desarrolló a continuación.

El tipo hippie grunge contempló a Santos de arriba abajo. Mordisqueaba una espiga de trigo medianamente verde, pero se la sacó de la boca.

—El Príncipe de Lampedusa —dijo, y Padilla notó que hablaba con un cierto acento, quizá argentino —. Es de no creerse, es cosa de locos: el último descendiente de la familia de mayor alcurnia de la nobleza italiana se rebaja a la trata de personas —de pronto, volteó a ver a Padilla, que palideció al percatarse — ¿Y vos, ya compraste a un ser humano? ¿O sólo permitiste ésta atrocidad y te quedaste sin decir nada, así, tan piola? Parecés un buen tipo. Mirá, estos sujetos comercian con seres humanos…

—No son seres humanos, Santana —dijo una voz desde el fondo del salón. Padilla vio venir a Franti y a varios sujetos de aspecto intimidante vestidos de negro, que se interpusieron entre Lampedusa y el argentino, que sonrió sin arredrarse.

—Me lo figuraba —dijo —. Ni más ni menos que el muy temido Torquato Franti —López le dedicó a Vargas una mirada de furia asesina. Padilla comprendió que Franti guardaba recuerdos no muy gratos de aquél sujeto (aunque la prosaica realidad era que a López no le cayó nada en gracia el bautizo infame que Vargas le había recetado)— ¿Cuántos tritones habés mutilado ahora para capturarla? —miró de nuevo a Padilla — ¿sabés que, para capturar a una sola sirena, se necesita destruir hasta a diez varones que intentan defenderla?

Padilla, por supuesto, no acertó a contestar sino con un balbuceo ininteligible. El argentino le tendió la mano.

—Máximo Santana, delegado en Latinoamérica de GreenHope International. Mucho gusto.

Padilla, azorado, no le estrechó la mano. Aún no comprendía del todo por qué Lampedusa y Franti parecían verlo como alguna clase de amenaza. Vargas bajó la mano y encaró a López y Santos de nuevo.

—Es increíble que después del incidente del centauro sin manos de San José de Costa Rica, no hayan escarmentado. Cuando supe que habían capturado una sirena en Italia y que pensaban que en éste país la subastarían impunemente, decidí verlo con mis propios ojos. Las autoridades sabrán esto pronto.

Padilla se estremeció al escuchar la risotada burlona de Franti.

—¿Y qué les dirás? ¿Que tenemos secuestrada a una sirena? ¿Piensas que van a creerte? Las sirenas no existen para ellos. Te enviarán al manicomio… como de costumbre.

Vargas se mordió el labio inferior. López le había devuelto el golpe, y no tuvo más remedio que sobarse el chichón y seguir con la farsa.

—La lucha por los derechos de las criaturas semihumanas está a punto de conseguir que se aprueben leyes para proteger a los seres mitológicos en varios países. Ella es un ser humano… al menos en un cuarenta por ciento, y como tal tiene derechos. Puedo acusarlos de tráfico de personas.

—Ya quisiera verte intentar presentar evidencias de eso ante un juez… si es que las consigues.

Santos hizo una seña repentina, chasqueando los dedos, y entró a toda velocidad el montacargas, conducido por uno de los ayudantes. Tomó la pecera gigante con cierta brusquedad y la levantó. Esto pareció enardecer a los ecologistas, que comenzaron a empujar a los guardias. El ayudante intentó meter reversa para dar vuelta, pero el dique humano de los guardias se rompió y los ecologistas, ya indetenibles, ganaron el área alrededor del montacargas y obligaron a bajar al ayudante. Uno de ellos trepó al asiento del conductor, mientras otros aseguraban la pecera atándola con cuerdas, y el que conducía intentaba sacarla por donde habían entrado con poca fortuna. Lampedusa y Franti, al intentar impedirlo, fueron rápidamente inmovilizados por los atacantes. Franti extrajo un arma de su saco, pero no llegó a dispararla porque le fue arrebatada por los ecologistas que lo rodeaban. Al ver que ella era repentinamente arrebatada de su lado, algo pareció surgir en Padilla. Repentinamente le hirvió la sangre como nunca lo había hecho en su sedentaria vida. Se precipitó hacia el montacargas empujando con inusitada energía sillas y colaboradores por igual. Vargas, imprudentemente, intentó detenerlo sujetándolo por el antebrazo.

—¿Acaso sos loco? ¡Dejála ir! ¡Ella debe ser libre!

Padilla hizo, por única ocasión, algo para lo que nunca antes había tenido valor: retrocedió un paso… y le dio a Vargas un potente puñetazo en la cara. Vargas, semiinconsciente, cayó sentado, mientras Padilla corría hacia la salida buscando rescatar a su tesoro.

Tamazaki, que estaba entre los ecologistas, se percató de lo sucedido y corrió a auxiliar a Vargas.

—¿Daiyoobu? —preguntó, y Vargas, aturdido y bastante molesto, no acertó sino a asentir con la cabeza, mientras intentaba limpiarse con las puntas de los dedos la sangre que salía de su nariz. No era la primera vez que resultaba golpeado por la víctima de un operativo, pero con toda seguridad tampoco era muy partidario de la idea de acostumbrarse a ello.


Para cuando Padilla salió, la caravana de vehículos de los ecologistas ya había desaparecido, dejando como único rastro una nube de polvo amarillento. Al administrador se le fue el alma al suelo… pudo haber sido el dueño, el propietario… y, de pronto, todo acabó de una forma repentina y absurda.

¿Y qué podría hacer él? ¡No sabía hacia dónde se habían ido, ni siquiera tenía la más remota idea de donde se encontraba él mismo ahora! Buscó con la mirada la limusina blanca, y efectivamente la encontró… con dos llantas bajas y Jaime descalabrado sentado al volante, intentando detener con un pañuelo la hemorragia de su cabeza. Sintió un nudo en la garganta, y las lágrimas parecieron asomar a sus ojos por un instante al sentir perdido para siempre su valioso sueño. Impotente, lanzó un suspiro y volvió al interior de la casa, cruzándose en el camino con Franti, que salió al parecer molesto y con mucha prisa. Pero para Padilla, envalentonado aún por lo que acababa de hacer, no le pareció tan amenazador como hacía algunos minutos.

Dentro, todo parecía abandonado. Padilla caminó entre los escombros intentando no resbalar. Sobre una mesa había una bandeja de plata, y al centro de ella un solitario canapé de salmón que había quedado intacto por un auténtico milagro. Padilla lo contempló unos segundos, y luego lo tomó con dos dedos y se lo echó a un bolsillo sin siquiera molestarse en envolverlo. Después de todo, nadie lo echaría de menos.

Regresó trabajosamente hasta la sala de subastas. El montacargas había literalmente arado un camino entre las sillas aplastadas, así que aquel último tramo estaba prácticamente despejado. Padilla vio a Lampedusa sentado sobre la base de la pecera, junto a un enorme charco de agua producto de la impericia de los conductores del montacargas. El hombre del fistol lucía desesperado, desolado. Se limpió los anteojos con un enorme suspiro, y entonces pareció notar al administrador.

—Ah, licenciado Padilla, creí que también se habría ido… lo siento mucho. Son unos agitadores que suelen darnos muchos dolores de cabeza si no somos lo suficientemente discretos. Las personas para las que trabajo se enfadarán mucho conmigo.

Lanzó otro suspiro.

—En fin, debo resignarme a mi destino. Tendré que pagar con mi vida la mercancía que permití que se llevaran.

Padilla quedó estupefacto al escuchar a Lampedusa.

—¡Oiga, no fue su culpa! ¡Esos tipos entraron como animales! ¿Qué no le pueden dar una prórroga o algo?

—¿Una prórroga? ¡Usted no los conoce! No son de la gente que acepta pagarés. Uno debe darles efectivo o atenerse a las consecuencias.

—¡Intente escapar entonces! ¡Finja que lo asaltaron, écheles cualquier cuento en lo que consigue el dinero!

—No hay manera de engañar a éstas personas. Franti les reporta todos y cada uno de mis movimientos.

—Creí que Franti trabajaba para usted.

—No. Ellos lo pusieron aquí para vigilarme. ¡Dios, no sé que hacer!

Padilla se percató de que no había estado tan errado al asociar mentalmente a Franti con Los Soprano.

—Y necesito al menos cierta cantidad para cubrir una cuota mínima gracias a la cual me permitirán seguir viviendo —continuó Santos, mostrándole un pedazo de papel donde estaba escrita una cifra con muchos, muchos ceros —, pero ni siquiera con mi fondo de emergencia consigo completar mas que dos terceras partes del dinero.

Ambos quedaron en silencio. De pronto, el semblante de Lampedusa pareció iluminarse gracias al brillo esperanzador de una repentina idea.

—Licenciado Padilla, que pena ofrecérselo tan de golpe, pero… ¿aceptaría usted comprar un yate?

—¿Un yate?

—Un barco. Es pequeño, y está prácticamente nuevo. Completamente equipado y con tripulación, al menos mientras se les pague el sueldo.

—¿Y para que rayos quiero yo un barco?

—Piénselo, licenciado. Esos agitadores intentan devolverla al lugar donde fue pescada. Usted podría alcanzarlos allí y recobrarla, o mejor aún, capturar otra que fuera, esta vez, completamente suya. Si usted adquiere el yate, en agradecimiento, yo podría conseguir que mis… superiores le autoricen a pescar su propio ejemplar en aquellas aguas. Y nadie podría quitársela, porque esto sólo quedaría entre nosotros y usted, ni siquiera Franti lo sabría. Sólo imagínelo, licenciado. Un ejemplar, capturado por usted mismo en su hábitat natural, y por lo tanto en inmejorables condiciones, que fuera única y exclusivamente suyo. También podríamos ayudarlo a introducirlo al país en completo secreto, asesorarlo en cuanto a condiciones de cautiverio y, quien sabe, quizá de crianza en tierra firme. Todo depende de usted, licenciado Padilla.

El administrador quedó trémulo. Su imaginación lo dibujó como una especie de campeón de la pesca deportiva, que se reía de quienes atrapaban marlines mientras llenaba el barco de hermosas sirenas, cada una perdidamente enamorada de su pescador. Soñando despierto, lanzó un profundo suspiro abrazando su portafolio. Luego lo abrió y contó el dinero. No era suficiente, y su sueño reventó como una burbuja de jabón.

—Es una lástima — repuso Santos.

—Espere, espere —Padilla sacó las escrituras del edificio de debajo de los fajos de billetes —, tengo aquí unas escrituras… si me las pudieran aceptar en vez del dinero faltante… —abrió el folder y señaló un documento —¿Lo ve? Incluso vendido simplemente como terreno, el valor catastral alcanza a cubrir el resto.

—¡Licenciado Padilla, me ha salvado usted la vida! ¿Cómo puedo agradecerle? ¡Espere un minuto, por favor, iré a traerle las llaves del yate!

Santos salió a escape, y regresó con unas llaves y algunos documentos, mismos que entregó a Padilla.

—El yate se llama Carobene, y está anclado en una marina en el puerto de Veracruz. La tripulación y un empleado nuestro estarán esperándolo allá. Mil gracias de nuevo, licenciado Padilla, espero que tenga usted buena pesca. Ah, una última cosa, licenciado — Santos sonrió, sacando un Cohiba del bolsillo de su camisa —, ¿tendrá fuego?

Desconcertado por aquella última petición, Padilla se esculcó los bolsillos, y dio con el encendedor que usaba para el boiler. Acercó la flama al extremo del habano de Santos, que aspiró el humo azulado, señalando al pecho de Padilla.

—Bonita corbata —dijo.

Padilla se miró la corbata un par de segundos, luego farfulló un vago Gracias, y salió corriendo. Afuera comenzaba a oscurecer. El administrador tomó un camión que lo llevó al metro Cuatro Caminos. De vuelta en casa empacó todo cuanto pudo, y salió rumbo a la central camionera.


Vargas tenía la cabeza ligeramente echada atrás para detener la hemorragia. López llegó por detrás y le recetó un zape. Vargas lo miró, confundido.

—¿Cómo que Torquato? —lo increpó López, y Vargas, con expresión socarrona, echó mano de la sonrisa número dieciséis, es decir, de la más inocente de su catálogo.

—Perdón, es que se me cruzaron los cables. Santos y yo íbamos por la calle de Torcuato Tasso el otro día, y me contó su historia. El pobre tipo acabó mal, era un incomprendido. Fue el único nombre italiano que se me ocurrió.

Vargas se encaminó a la salida porque no tenía muchas ganas de recibir otro zape. Habían sido ya suficientes golpes para él por ése día, además de que había apostado con Santos y perdido. Vargas afirmaba que Padilla jamás tendría el valor de golpear a nadie. Santos afirmaba lo contrario. Vargas apresuró el paso para tener algún tiempo para despedirse de sus doscientos pesos perdidos, y López no tuvo más remedio que aguantarse.

Santos se acercó a él, dándole una fumada al Cohiba.

—Torquato Tasso acabó mal porque hizo demasiado caso de las opiniones y comentarios de otras personas —sus ojos se clavaron en los de López. Luego, siguió tranquilamente su camino.


Quizá al yate le convenía un rebautizo, después de todo. Su nombre original era Tuxpan. Y para evitar que tal nombre invocase malos augurios de tiempos antiguos, el maestro Fidencio, mientras silbaba el Son de la Bruja, lo cubrió con un par de manos de pintura blanca. Cuando la pintura se secó, escribió la palabra Carobene en rojo, y debajo y también en rojo Italy.

—¿Que tal va, maestro? — preguntó Medina, acercándose a contemplar el trabajo y entrecerrando los ojos porque lo deslumbraba el brillante sol costero.

—Bien lindo, puej. Nomáj que jeque la pintura…

—Está bien, maestro. Nomás apúrele, porque el cliente ya no tarda.

El maestro Fidencio tapó los botes de pintura, y recogió pinceles y periódicos viejos. Justo a tiempo, porque minutos después apareció Padilla corriendo como loco por el muelle arrastrando una maleta. La maleta se abrió de improviso, y buena parte de su contenido quedó desparramado sobre los tablones del muelle. Padilla apenas le prestó atención a la ropa caída. Medina y los dos integrantes de la tripulación lo esperaban junto al pequeño yate.

—¿Licenciado Padilla? —le preguntó Medina —, tengo órdenes de hacerle entrega del yate Carobene. Le presento a la tripulación —los dos hombres de mar saludaron a Padilla —, ellos se encargarán de llevarlo hasta la región de Sicilia, en Italia. Desafortunadamente no podrán quedarse con usted debido a que lo que usted pagó por el yate incluye sólo su sueldo en el viaje de ida, pero durante el trayecto se encargarán de darle nociones básicas de marinería para que usted pueda navegar solo. Que tenga usted un feliz viaje, licenciado Padilla.

Los tripulantes ayudaron a Padilla a abordar el yate. Segundos después, con la proa apuntando hacia Europa, el Carobene abandonaba para siempre el bello puerto jarocho.


Santos le entregó a Hidalgo el folder con las escrituras.

—Ahora son ustedes los propietarios del edificio —dijo.

—Gracias —respondió Hidalgo.

—Nomás no se vayan a manchar con las rentas, ¿eh? —bromeó Vargas, rascándose la vendoleta que tenía sobre la nariz, y el cliente sonrió.

—Por supuesto que no. Nosotros si sabemos lo que se siente. Gracias, muchachos.

Medina, López y Vargas se adelantaron a la salida, y Santos y el cliente quedaron solos.

—No sé cómo lo hicieron, pero… por favor, ni una palabra a mi hermana de esto.

—La discreción es vital para nuestro trabajo, señor Hidalgo. Sabemos guardar secretos. A cambio, como ya le dije, sólo pedimos su colaboración de vez en cuando para alguno de nuestros operativos.

—Claro, lo que quieran. Estoy a sus órdenes. Le aviso que a partir de la próxima semana le voy a comenzar a depositar en la cuenta que me indicó… quizá tarde un poco en liquidarle porque el negocio ha andado mal… pero en cambio la galería de mi hermana parece ir viento en popa —sonrió —. Acaba de obtener baratísimo un lote de pinturas y está bien entusiasmada, pobrecilla. Dice que son obras poco conocidas de un pintor llamado… ¿cómo me dijo? —sacó un pequeño papel del bolsillo y lo leyó —Ah, si, Jackson Pollock. Unos cuadros bien raros. Puras manchas de pintura, imagínese —esta vez fue Santos quien sonrió — . Pero ella está feliz, y mientras esté feliz, lo único que me preocupa es que coma a sus horas.


—Estaba pensando… —dijo Medina.

—Te va a hacer daño —repuso Vargas, travieso. Medina pareció molestarse por la interrupción.

—Lo que quiero decir es que Padilla me recuerda mucho a Milán.

—Por supuesto —repuso López a su vez —, si parecen hermanitos de tan igualitos.

—Padilla y Milán son más similares de lo que parecen —repuso Santos —. Ambos, a su manera, son una especie de soñadores: Milán sueña con hacer lo que ningún hombre ha hecho antes. Padilla sueña con poseer lo que ningún ser humano ha visto nunca.

—Exacto —dijo Medina —. Lo único que nosotros hicimos fue sacar al aventurero romántico que ambos llevaban dentro.

Santos dio otra fumada a su puro.

—Al ver el entusiasmo de Padilla, cualquiera sentiría tristeza de tener que revelarle la verdad. Es una lástima que las sirenas no existan.


La luna llena delineaba de plata la ondulante silueta del volcán Etna. La vista del un tanto lejano coloso desde la ensenada de Augusta, lo hacía parecer no sólo distante, sino también como el silencioso guardián de secretos poco comunes. A sus faldas caminaron hombres y dioses, y se obraron en tierra y mar prodigios nunca vistos por ojos mortales. El volcán callaba estos secretos como si hubiera recibido la orden de no revelarlos directamente de Zeus mismo. Y ahora, seguro de que nadie se atrevería a robarle esos secretos ya olvidados por los hombres, parecía dormir pacíficamente, como si tan sólo unos pocos años atrás no hubiera cubierto la isla de Sicilia con su hirviente furia.

Al contrario del Etna, el mar, bajo sus sábanas plateadas, parecía tener un sueño intranquilo, revolviéndose sobre el lecho marino como presa de atroces pesadillas. Sus olas, aún suaves pero agitadas por el siroco, hacían bascular un diminuto barco blanco que relucía a la luz de la luna como un fragmento suyo, arrancado por la mano de algún dios y colocado cuidadosamente sobre el mar sin romper la tensión superficial del agua. El barco ostentaba en la blancura lunar de su popa el nombre Carobene, y permanecía anclado algo lejos de la costa, oscilando sobre el mar insomne. Su único tripulante, en cambio, parecía haber perdido la batalla contra el dios Morfeo. El hombre al que ya todo el mundo en Augusta conocía como Padigia il messicano, roncaba estruendosamente, con la cabeza recargada en la mesa, peligrosamente cerca de un plato medio lleno de sopa fría de lata. Llevaba allí cerca de tres meses, tres meses sin la menor pista, sin el menor avistamiento. Y, sin embargo, aún no se daba por vencido, oteando el horizonte una y otra vez, gastándose los ojos en recorrer la costa entera con los binoculares, aguzar las orejas al menor chapoteo del agua… estaba convencido de que ella continuaba aquí, y no se detendría hasta encontrarla a ella o a otra de su especie. Y soñaba sobre la mesa que la encontraba, que ella caía en su red, que sería su tesoro, su mascota personal, única y exclusivamente suya, mientras el cabeceo del barco de plata lunar lo mecía como una cuna gigantesca, riéndose entre sueños de quienes le dijeron alguna vez que las sirenas no existen.



A las tres de la mañana, emergió de las profundidades una visión inaudita. Su sereno rostro de angelical belleza brotó de entre las aguas heladas, surcado por una expresión de curiosidad infantil. Sus ojos de un verde nunca visto en tierra firme se clavaron en el Carobene y siguieron su oscilar durante algunos minutos. Ajeno a ésta visión de fantasía, el navegante solitario sonreía en sueños. Aquella criatura imposible ladeó con curiosidad su hermosa cabeza de escultura griega, y el oleaje onduló su verde cabellera jamás contemplada por seres humanos, cubriéndole los hombros como un coral viviente. Contempló el barco lunar durante algunos minutos y, una vez medianamente satisfecha su curiosidad de criatura inmortal, se sumergió de nuevo con vigorosos movimientos de su aleta caudal cubierta de verdes escamas, llevándose consigo a las profundidades el secreto de su existencia.


© Televisa, S.A./Sony International Television. Los Simuladores creados por Damián Szifrón. Este es un Fanfic escrito sin fines de lucro.