lunes, 7 de junio de 2010

El Chilango Inmortal.

Para toda la gente que se la pasa friegue y friegue diciéndome que por qué escribo puro relato fantástico y nada de historias más realistas, ahí les va su realismo y dejen de estar moliendo. Un agradecimiento a la Sra Sonia Pérez, del internet Jef-Ziva por prestarme un USB y salvar mi vida.



Era una de esas ideas fijas que suelen metérsele a la gente de vez en cuando. Tenía entre ceja y ceja la obsesión de la momificación. No momificación al estilo egipcio (parecería Bela Lugosi). Su clavadez era por las momias, digamos, naturales, es decir, la que determinado tipo de suelo y/o clima solían crear. La preservación y posible salvación del alma le tenían sin el menor cuidado, pero las del cuerpo derivaron en una extraña obsesión durante el resto de su vida. Pasaba horas en internet viendo cadáveres perfectamente preservados de monjes italianos o niños precolombinos, y tomando apresuradas notas que llenaron su diario en pocas semanas.

Tras su jubilación, y por cuestiones de presupuesto que le impedían ir a Italia o Bolivia, vendió todo lo que tenía (para enorme disgusto de sus familiares) y se fue a vivir a Guanajuato. El ocaso de su vida lo pasó en una casa cercana al cementerio donde se encuentra el famoso museo, viviendo como vivían los habitantes de la región, comiendo lo mismo que ellos comían y respirando exactamente el mismo aire, con la plena confianza de que semejante régimen lograría preservar su cuerpo para ser admirado por generaciones enteras por toda la eternidad. Dio órdenes expresas en su testamento para que no se pagase la perpetuidad de su tumba después de cierto tiempo calculado con toda precisión para que, tras ser exhumado su cuerpo, fuera puesto en exhibición junto con todas las demás momias, y con semejante confianza descendió a la tierra con una sonrisa en los labios cuando terminaron sus días.

Mas, cuando los trabajadores del panteón abrieron su ataúd, treinta años después, ¡Oh, decepción!, encontraron sólo polvo.