viernes, 24 de abril de 2009

El Faro Invisible.

Este cuento lo escribí para el concurso de Radiografías del IMER , pero no entiendo porqué no ganó. Sepa.


El océano lleva a la costa el oscuro rumor de sus heladas olas. Aquél solitario faro que se alza de la nada y trasciende la profunda noche, de naturaleza tan semejante al gélido vacío del espacio exterior, es la única luz visible en kilómetros, erguida sobre arrecifes que extienden ciegos sus garras de piedra, eternamente frustrados en su sed de sangre desde que el faro fue construido.

No sólo salva, atrae, guía la luz. También el sonido. El único acompañante del farero es su fiel radio rojo, con la pintura plateada desgastada y un par de vueltas de cinta de aislar para mantener unida su carcasa después de algunos trancazos que se ha recetado al caer por la escalera. Lo compró en un lejano puerto en los años ochenta, y aún funciona. Es uno de los muchos sucesos inexplicables de que está llena la vida, hechos que, por alguna razón, parecen menudear en la zona.

El farero ama rabiosamente a su radio, como no ama a su esposa muerta ni a su hijo que vive en Chicago. Porque el radio sigue con él fielmente, no lo abandona para irse al norte o al más allá, lo acompaña con su charla y con ésas olas de música con las que él se rehúsa a escuchar las olas del océano, que después de casi cuarenta años de trabajo ya le hartaron. Lo cual es una lástima, porque así oiría los cantos nocturnos que últimamente viajan de puntillas sobre las crestas de espuma y que son al mismo tiempo un llamado y una respuesta.

El viejo radio canta. Es como un salvavidas para no hundirse en un mar de soledad. La programación de la noche es la mejor: como no hay locutores, el operador de la noche puede mandar a la goma la lista de programación y poner música que rara vez se oye en el día. Música realmente extraña, olas sonoras por las que surfea la conciencia, armonías y voces que transportan a lejanos paisajes, a emociones adormecidas por falta de uso, a sensibilidades oxidadas, pero aún funcionales. A rostros de personas jamás vistas, lugares donde nunca se ha estado, luces distintas de la lámpara del faro, tenues, como de una vela, que jamás han dado calor ni luz. Música que lo pela a uno como se pela a un plátano, hasta dejar al descubierto un corazón que se retuerce al exponerse a la radiación radiofónica, contra la cual se está completamente indefenso, pero que uno ha elegido voluntariamente nomás por el placer masoquista de echarle sal a la herida. El farero se siente sobrecogido, pero sigue adelante, con una sensación extraña, deseada y temida, de no estar completamente solo.

La música a todo volumen se escucha muy lejos. El viejo farero está algo sordo debido a tantos años de sirena de niebla. Los estudiosos de los tiburones afirman que el agua propaga los sonidos mejor que el aire, por lo que no resultaría extraño. Y aquella criatura nunca vista por ojos humanos, guiada por el rastro de sonido como por un haz de luz, emerge puntualmente de las aguas y canta de manera inconcebible, que el viejo no oye por su sordera. Canta al oír cantar, crea música porque la escucha, recordando los tiempos anteriores al GPS, cuando los barcos de madera buscaban su voz y encontraban en cambio los traicioneros arrecifes. Canta de nostalgia pétrea e infinita como su existencia sin alma, y el anciano, en sus cabeceos, cree que es una voz en el radio. Pero ninguna mujer mortal canta así.

Al viejo radio se le están acabando las pilas. Su voz es cada vez más débil, como una soprano que muere en el escenario. Y ella, ansiosa de oír, sale de las aguas y se arrastra desesperada entre las rocas, perdiendo las escamas y raspándose las manos, que manchan de sangre el escalón de abajo. Canta ahora en un susurro, apoyada en el escalón de cemento. Jadea por falta de agua, pero emplea sus últimas fuerzas en la nota final. Hace mil años que está tan sola como el viejo farero, y desea caer en la ilusión de que la voz en el radio es el llamado de su especie, que ha desaparecido de los oscuros abismos.

Pero en su interior, sabe que se engaña a sí misma. Rompe en llanto al ver el amanecer, y acepta que la voz del radio no es la suya. Sin embargo, también sabe que esa voz, ahora por completo apagada, se ha convertido en su único consuelo, y sin importarle los peligros de ser vista, volverá eternamente para poder escucharla noche tras noche sin faltar una sola vez.

Al menos, hasta que el farero suba al pueblo y compre pilas nuevas.

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