jueves, 30 de abril de 2009

¡Damos la bienvenida a Brigada Estelar!!!!

Hola.

Es para mí un enorme placer dar la bienvenida entre nuestros (algún día) numerosos seguidores a Brigada Estelar. Busquen el recuadrito que dice Seguidores y échenle un ojo a ése blog.

Por supuesto, también recomiendo el blog de mi maestro. Es interesante lo que dice sobre la epidemia: http://emelkin.blogspot.com/2009/04/influenza.html

viernes, 24 de abril de 2009

La sangre es más delgada que el agua. (Sueño 1 may 08) Parte 1

Está demostrado que, debido a todas ésas monsergas de la selección natural, etc., la mayoría de los animales (excepto los grandes depredadores y aquellos que posean cierta corpulencia o armas defensivas), todos ellos poseen al menos un depredador natural que se alimenta de ellos, y en muchos casos, componen su única dieta.

Nuestra bella ciudad, llamada en la antigüedad la Venecia de Europa del Este, está infestada de una plaga. Son muchos, de muchos lugares, atraídos por la promesa de la sangre fácil. Muertos blancos, se desplazan sobre los tejados, los estacionamientos, los canales. Saltan de los edificios y, sin importarles sus huesos rotos, siguen caminando como si tal cosa. Nadie está seguro ni aún en el propio hogar: no se intimidan por supersticiones ancestrales y desdeñan el poder de los artículos religiosos. Las cápsulas de ajo deodorizado se han vuelto un artículo infaltable en cada familia y aún el niño más melindroso las toma sin dudarlo: es lo único que los mantiene medianamente alejados (sin mencionar el hecho de que también repele a varios vivos de olfato bastante fino). Además, contagian su mal a diestra y siniestra. Calculamos que al menos una sexta parte de la población ya vive de noche una existencia a la que es difícil llamarle vida. Sin embargo, debo decir que confío plenamente en que esto terminará. Comencé a tener ésta convicción precisamente justo después de que una chica de cabello color zanahoria que tenía diecisiete años desde hace veinte me contagió de la sed de sangre, abandonándome a continuación a mi suerte sin siquiera enseñarme la diferencia entre una vena y una arteria. Durante días, es decir, durante noches enteras erré por la ciudad. La sed me atormentaba terriblemente, pero la simple idea de alimentarme de alguien más me repugnaba y no lograba convencerme de drenar al menos algunas unidades de sangre a los vagabundos de la estación de autobuses. Es terrible el vampirismo: es como si el orden cósmico se alterara por tu culpa. Dios te creó para nacer, hacer de tu vida lo que debes hacer y a continuación azotar como chango y llegar a su presencia gloriosa y el paraíso o el infierno, según. Pero tú lo pones todo de cabeza: te niegas a morir, aunque de hecho ya has muerto, y ni pa tras ni pa delante. Y para mantener ése statu quo robas la vida de otros aunque no quieras hacerlo. Y yo no quería hacerlo.

Y en ése dilema moral estaba cuando un grupo de ellos me rescató. Me ocultaron del sol y me dieron a beber de una rata cuando estaba a punto del desmayo. Al recobrar la conciencia, me percaté de lo sucedido e intenté vomitar, pero fue inútil. Sin embargo, ellos me trataron con amabilidad y trataron de enseñarme lo que era ser un vampiro. Intentaron convencerme de que bebiera sangre, ofreciendo incluso la suya, a lo cual me negué. Me aterraba la sola idea de mi situación actual, y me obsesionó la idea de salir en cuanto amaneciera, y que todo terminara aún antes de haber empezado, pero ni siquiera para ello tenía fuerzas. Así que, para mi propia sorpresa, acabé aceptando al menos la dieta de ratas, lo que me dio energías para acompañar a mi nueva familia en sus correrías aunque no fuera partícipe de ellas. Mis amigos solían ordeñar sólo algunas personas por las noches, casi nunca a los mismos, y sólo lo suficiente para calmar la sed, y así se aseguraban el alimento indefinidamente, al contrario de otros vampiros que no parecían sentirse satisfechos hasta drenar a las personas completamente. El asalto rara vez era violento: entraban a la casa de las víctimas mientras éstas dormían, ordeñaban a uno o dos de los miembros adultos, nunca a los niños, y salían tan sigilosamente como habían entrado. Y los ordeñados despertarían en la mañana con tan sólo cierta debilidad general y dos casi imperceptibles marcas en el cuello. Con ésta simple acción ganaron mi respeto y mi admiración eternos.

Hace un rato hablé de los depredadores naturales de cada especie. Es normal que casi cada criatura sobre la tierra tenga uno o varios de ellos. Es la única manera en que el orden natural se equilibra.

Hay algo que muchos vampiros ignoran, y que los jefes de los clanes más antiguos no quieren que se sepa.

Los vampiros también poseen su propio depredador natural.

Hubo un tiempo en que la población de vampiros estaba estrictamente controlada: ellos se comían a la gente, y alguien más se los comía a ellos, y se conservaba una especie de equilibrio ecológico retorcido y extraño pero bastante lógico.

Desaparecido el depredador natural de los vampiros, la población de éstos se disparó.

Antes, los antiguos jefes de los clanes prohibían a sus hijos de sangre que se acercaran a los canales de agua salada. Muchos, deseosos de alimentarse, desoían las órdenes. Rara vez se les volvía a ver. Pero al ser cada vez más escasos los ataques, las prohibiciones de acercarse a los canales se fueron relajando hasta el grado de que ni siquiera los vampiros más ancianos se acordaban de la criatura ancestral a la que servían de alimento. Era aterrador para ellos ver cualquier sombra en el agua en aquel entonces. La simple vista de la silueta de su aleta caudal bastaba para ponerlos en fuga. Pero a aquella mítica criatura inmortal rara vez se le escapaba uno: se hablaba de voluminosos monstruos marinos que saltaban con la agilidad de delfines entrenados para pescar al vuelo a algún vampiro que se creyó demasiado listo para saltar de una azotea a otra intentando evitar el puente. Para aquellos seres, inmortales por derecho propio y no por arrebatarle la vida a alguien más, los vampiros eran fáciles de atrapar, y les aseguraban un alimento constante. No importaba dónde se escondieran, se decía que las criaturas del agua podían, aunque con ciertas dificultades, tomar forma humana. Caminaban por las noches en la ciudad y devoraban allí mismo a los incautos vampiros que se apresuraban a atacarlas, volviéndose los cazadores en presas. Y, cosa curiosa, seguían el mismo sistema de mis amigos: no devoraban de una sentada a todos los vampiros de la región, sólo los suficientes para que la población se repusiera, y tener siempre de ese modo una fuente de alimento segura.

Pero, como dije, aparentemente habían desaparecido. Y con ellas, la prohibición de acercarse al agua, así que podíamos cazar en donde quisiéramos. Bueno, sólo mis amigos, pues yo me había decidido a seguir mi dieta de rata, por toda la eternidad si fuera preciso porque, lo quisiera o no, ya me había hecho a la idea de lo que era yo ahora. Obviamente, carecía de la fuerza y velocidad sobrehumana de los vampiros que se alimentan de personas, así que la rata que intentaba atrapar aquella noche se me escapó en dirección al muelle. Me gruñía el estómago, así que me lancé en su búsqueda mientras mis compañeros suspiraban intentando armarse de paciencia. Querían sorprender a los vigilantes de los yates para ordeñarles un par de centímetros cúbicos, y era evidente que yo estaba haciendo mucho ruido. Me pidieron que me callara: si asustaban a los vigilantes antes de ordeñarlos, la sangre no tendría buen sabor y estaría, además, cargada de desagradables sustancias endocrinas. Intenté obedecer, pero seguía sintiéndome débil. Lo que sucedió después no me queda lo suficientemente claro: ¿tropecé, y accidentalmente metí la pierna izquierda al agua, o algo tiró de mi tobillo? Lo ignoro, pero el caso era que terminé sin mi rata, con el pantalón empapado... y con una extraña marca en la pantorrilla izquierda, justo sobre el tobillo. Mis amigos dieron la cena por perdida y acudieron en mi ayuda. Cuando levanté el pantalón para descubrir la marca, pensaron que me había arañado algún madero astillado, y me dijeron que no me preocupara: las heridas de los vampiros suelen sanar en cuestión de horas y desaparecer, como si nunca hubieran existido, en menos de un día.

Pero aquella marca no sanó. De hecho me causó fiebre y un dolor punzante el resto de la noche, cosa que sorprendió a mis compañeros, que podían sacarse las entrañas y seguir caminando llevándolas de corbata sin apenas percatarse de ello. Perdí el apetito, y no pude pegar los ojos en todo el día.

Abrí la tapa de mi ataúd, que tan generosamente me habían conseguido mis amigos, y eché un ojo al despertador. Eran las dos de la tarde. Es falso que los vampiros duerman tiesos como muertos en sus ataúdes: podía escuchar cómo mis amigos y maestros se movían dentro de ellos buscando posturas más cómodas, entre sonoros ronquidos. Me froté la cara con exasperación. Antes de que me contagiaran el vampirismo, me era imposible dormir de día a menos que estuviera en un estado de agotamiento total. Dormíamos en un sótano lejos del sol, así que decidí estirar un rato las piernas. Salí de mi sarcófago y di un par de vueltas, pero no lograba adormilarme. Fui hacia el ruinoso refrigerador, pensando en lo que dirían mis amigos al verme en busca de un bocadillo de mediodía... y quizá asombrándose de que éste bocadillo consistiera en una bolsa de plasma sustraída al banco de sangre del hospital universitario, cuando yo siempre me negué a alimentarme de sangre humana. Pero cuando abrí el refrigerador, descubrí que aquella sensación no era de hambre: al ver las bolsas de sangre, no sentí sino una profunda indiferencia, como la que sentiría Mahatma Gandhi ante una hamburguesa recién hecha. “La maldita dieta de ratas me está haciendo daño”, pensé instantáneamente. Si alguna de ellas me había transmitido alguna enfermedad o parásito de los muchos de que eran portadoras, ya me había fregado para toda la eternidad. Mis conocimientos de medicina vampírica se reducían a cero, mientras que mis compañeros, perfectamente inmunes, eran capaces de drenar a enfermos de Ebola y seguir tan campantes, por lo que probablemente no sabrían cómo ayudarme con mi falta de sueño y apetito, y con el maldito dolor de la pierna que, afortunadamente, comenzaba a ceder. Volví a recostarme en mi ataúd sin cerrarlo. Como no podía dormir, intenté al menos cerrar los ojos y relajarme.

Y entonces oí, como un susurro, aquella voz por primera vez, murmurando palabras difusas, como desenfocadas, como si se oyeran a través de una tapia las voces lejanas de la calle. Pensé que mis amigos hablaban dormidos, y por curiosidad quise averiguar de cuál de ellos era la voz. Pero no se parecía a la de ninguno. Y entonces me asaltó la desazón: si los sentidos de un vampiro que se alimenta de sangre humana son increíblemente agudos, ¿porqué ninguno de ellos despertó al oír la voz desconocida? A pesar de los ronquidos, yo sabía que saltarían de sus ataúdes ante el menor ruido que indicara una amenaza. Levanté la tapa del ataúd del jefe de nuestro grupo. A despecho de su aspecto feroz, dormía como un bendito, como el bendito que no precisamente era.

Y, en ése momento, me gruñó el estómago.

Cerré la tapa lo más rápida y silenciosamente que pude, y abrí de nuevo el refrigerador.

Sentía la tripa vacía, pero la sangre seguía sin antojárseme. Mas bien me daba asquito. ¿Qué rayos me estaba pasando?

De pronto, caí en la cuenta de algo. ¿Y si...?

Subí como una ráfaga las escaleras, abrí de un tirón la puerta del edificio abandonado... y salí al sol.
Parte 2
Maldito calentamiento global, estaba haciendo un calor de todos los demonios. Busqué dinero en mis bolsillos y me compré un helado en la farmacia de la esquina. Con calma me senté a saborearlo a la sombra de nuestro edificio, tratando de descifrar lo que me había sucedido. ¿Me había curado de vampirismo? No lo sabía. Y si así era, ¿cómo lo había hecho? Si descubriera la receta, podría venderla por internet y ganarme una lana. Dieta de sangre de rata... clavarse un pedazo de madera astillada y húmeda sobre el tobillo izquierdo... quién sabe, quizá le había dado justo al punto de acupuntura que cura el vampirismo. Posiblemente la madera del muelle era de algún árbol con propiedades medicinales... me devané los sesos en vano, porque ninguna de mis hipótesis parecía coherente.

Devoré el helado, desde la cobertura de chocolate hasta la punta del barquillo de galleta. Ni siquiera perdoné el chocolate derretido que se me quedó en los dedos, y luego me recosté a reflexionar largamente. El helado me gustó, de hecho me encantó, pero no me satisfizo. Seguía sintiendo hambre, e intuía que no podría quitármela con las existencias mundiales de Domino’s Pizza.

Cayó la tarde, y yo no podía dilucidar el misterio. Mis amigos despertarían en un par de horas. ¿Y qué les iba a decir? ¿”Miren, me curé de pronto y ni siquiera supe cómo”?. Lancé un suspiro. Como fuera, todo había cambiado. Yo estaba del otro lado ahora, había vuelto a la vida, había vuelto al sol y a los helados con cobertura de chocolate. Definitivamente no podría vivir con ellos de nuevo.

Y especialmente porque, cuanto más pensaba en mis amigos, más hambre me daba, cosa que simplemente no podía explicarme. Bajé de nuevo al sótano. Mis amigos seguían durmiendo. En aquél preciso momento, por alguna razón, me parecieron tan vulnerables, tan fáciles de ser destruidos en el sueño mortal de sus ataúdes, que me inspiraron compasión. Pero mi estómago se retorcía al verlos con violencia cada vez mayor.

Busqué un lápiz, y en la envoltura del helado garrapateé un apresurado mensaje de agradecimiento y despedida. Era inútil decirles que me había curado, quizá únicamente lograría suscitar odio y envidia en aquellos vampiros de tan poco usual espíritu compasivo, así que sólo les escribí que me iba, y que les agradecía por haber cuidado de mí todo éste tiempo. Dejé la nota sobre mi ataúd, teniendo el presentimiento de que jamás (¡JAMÁS, BAJO NINGUNA CIRCUNSTANCIA!) iba a volver a utilizarlo, y salí apresuradamente de allí rumbo a mi casa.

Al cruzar un puente, sentí una sensación distinta del hambre.

Miré mi reflejo en el agua. Algo me llamaba allá abajo, y me pareció escuchar de nuevo aquella voz difusa que oí a media tarde. Sin embargo, me dominó el pensamiento de que tenía yo un aspecto atroz y que debía llegar a casa para asearme, y que si me entretenía en el camino volvería a encontrarme con un vampiro y entonces todo volvería a comenzar, así que bajé del puente corriendo.

Con desesperación abrí la puerta y lancé, como siempre hacía, las llaves sobre la cómoda. Me quité la chaqueta y la camiseta y abrí el bote de la ropa sucia para arrojarlas dentro.

Y retiré la mano de inmediato, porque una garra diminuta, pero armada de filosas uñas, casi me atrapa los dedos. Un resoplido amenazador brotó del interior del bote. Con la punta del mango de la escoba levanté cuidadosamente la tapa de nuevo.

Y entonces el temor fue sustituido por un sentimiento de ternura. Una gata había elegido mi casa, y más específicamente el bote de la ropa sucia, como el lugar idóneo para dar a luz cuatro hermosos cachorritos, a los que no había dudado en defender con fiereza en cuanto levanté la tapa.

Nunca había tenido una mascota, pero decidí adoptar a la gata y a sus pequeños de inmediato.

Porque es bien sabido que, en las casas donde viven gatos, las ratas no suelen entrar.


Comí abundantemente y a mis horas al día siguiente. Hice la limpieza del refrigerador, y todo lo que hubiera caducado, estuviera verde sin ser vegetal o tuviera apariencia sospechosa, fue descartado de inmediato. El resto fue engullido con la misma rapidez. Y, sin embargo, aún tenía hambre.

La gata aprendió a tolerarme cuando le di croquetas, leche y atún de lata. Después del malentendido de ayer, comprendió que, aunque me moría de hambre, devorar a sus gatitos no estaba entre mis planes.

Dormí intermitentemente durante el día, por lapsos de quince minutos a dos horas. El resto del tiempo me mantenía en actividad constante tratando de limpiar la casa. Pero al atardecer, se me fue el sueño por completo. A la una de la mañana, oí ruidos en la calle. Antes de percatarme de ello, ya había salido sin siquiera ponerme un abrigo. No podía explicármelo, pero había escuchado lo que sucedía a varias calles de distancia.

Un vampiro atacaba a una joven. La había sujetado con fuerza y trataba de alcanzarle el cuello. Ella, ¡pobre esfuerzo inútil!, intentaba oponer una desesperada resistencia. Pude ver claramente su gesto de terror y las lágrimas asomar en sus ojos. En ése momento, sentí rabia.

Y hambre.

El vampiro sonrió al verme llegar, pensando que aquella noche era al 2 x 1 como en la pizzería. En cuanto terminara con la chica, probablemente seguiría yo.

Pero antes de que pudiera hacer nada, aparté a la chica de en medio y le di a él un golpe en el pecho. Mas bien fue una especie de empujón... pero lo mandó diez metros adelante, cruzó el canal volando por los aires y se estrelló contra el muro de la iglesia de San Nicolás.

En un estado de frenesí, atravesé el canal de un salto y levanté al vampiro sujetándolo por los hombros. De reojo noté que la chica salía huyendo como alma que lleva el diablo, pero nada me importaba ya en ése momento. Excepto la cena.

El vampiro me mordió la mano, e instintivamente lo solté. Y él gritó. Pude ver cómo brotaba humo de las comisuras de sus labios, mientras mis heridas cicatrizaron instantáneamente. Pero el vampiro sentía un dolor terrible y gritaba demasiado. Si sus compañeros lo escuchaban tendría encima al clan local entero en menos de un minuto.

Lo único que se me ocurrió para callarlo fue echarle atrás la cabeza y arrancarle la tráquea de una dentellada. Y, en ése momento, supe cómo saciar el hambre que me torturaba.

Parte 3

Incapaz de gritar, comenzó a agitarse frenéticamente en el piso, llevándose las manos a la garganta y boqueando como un pez. Ignoraba que no necesitaba en absoluto respirar debido a que, simplemente, estaba muerto. Engullí de un golpe el pedazo de tráquea. De algún modo estimuló las papilas de mi lengua como jamás lo hizo antes alimento alguno. Y sin detenerme a reflexionar si aquello era correcto o incorrecto, comencé a comerme al tipo allí mismo. Es extraño ahora que lo cuento, pues mis sensaciones estaban embotadas por el hambre y al mismo tiempo yo no parecía ser quien (o lo que) era, es como si me viera a la distancia describiendo lo inconcebible para un ser humano: el vampiro era mi cena, y me había decidido a engullirlo por completo, cosa que descrita ahora suena horrenda, pero que en ése momento me pareció lo más lógico y natural del mundo. Era fácil hacerlo: separé del tronco por completo la cabeza, que se dedicó a mirarme con expresión atónita mientras me zampaba el resto de su cuerpo (excepto los pies, aparentemente se cambiaba los calcetines cada siglo). Sin embargo, sin saber del todo porqué, aparté los pedazos con la carne más suave y tierna, los brazos y los muslos, y los intestinos junto con el estómago, que había pensado desechar al mismo tiempo que la ropa. Pronto no quedó sino los huesos de cadera y torso junto a la estupefacta cabeza, cuyos ojos aún parpadeaban con asombro. Tardé algo en comprender el porqué de ésa mirada: él solía ser el cazador. Y para un cazador convertirse en presa es algo inconcebible. Simplemente no podía aceptar que él, que probablemente se alimentó de otros seres durante miles de noches, ahora se hubiera convertido en la cena de alguien más.

Revisé el reloj de mi teléfono. Amanecería en unas tres horas. Coloqué el esqueleto, los intestinos, la ropa y la cabeza, que aún parpadeaba desconcertada, en una bolsa de plástico, y los dejé en un parque cercano cerca del cual no hay edificios altos, con la bolsa abierta. Les daría el sol antes de que alguien los descubriera.

En ése momento escuché voces que reconocí de inmediato. ¡Mi antigua familia de vampiros se acercaba! ¿Qué iban a pensar si me encontraban después de haberme comido a uno de los suyos?

¿Y si volvía a sentir hambre enfrente de ellos? Eran vampiros, pero yo no quería dañarlos. Rápidamente volví a donde había dejado la bolsa de plástico y hurgué en los intestinos de mi víctima hasta sacar el estómago. La sangre me repugnaba, pero hube de vaciar el estómago y untármela en toda la boca.

En ése momento justo fue que me encontraron. Rápidamente deslicé el estómago tras unos arbustos. Me reconocieron de inmediato, los saludé, y me felicitaron al verme la cara llena de sangre, señal inequívoca de que ya me alimentaba de seres humanos sin ayuda. Afortunadamente no notaron que mi tono de bronceado había cambiado de muerto fresco a citadino pálido (aunque, pensándolo mejor, después de dos años sin salir de vacaciones, no es mucha la diferencia). Me sorprendió no sentir hambre al verlos, y eso me facilitó las cosas. Quizá mi estómago ya estaba satisfecho, o el aroma de la sangre me había quitado el apetito. Como fuera, ellos estaban a salvo de mí por el momento. Habían quedado de verse con un vampiro nuevo para enseñarle la forma de ordeñar correctamente, pero al parecer no podían encontrarlo por ninguna parte, y el jefe del grupo parecía preocupado de que la sed lo impulsara a atacar. Se despidieron, por tanto, y continuaron su búsqueda. Les estreché la mano efusivamente y les di las gracias por lo que habían hecho por mí, y ellos desaparecieron por las calles. Apenas se hubieron perdido de vista, corrí a lavarme a la fuente del parque antes de que el olor de la sangre me hiciera vomitar. Ellos me ayudaron, y yo jamás los dañaría, pero ahora intuía que eran el plato fuerte del resto de mi vida, ¿qué podía hacer?

Decidí no pensar en ello por el momento. Debía recuperar los perniles de vampiro de su escondite junto al canal donde me lo comí. Recordé que había saltado sobre el canal y la mitad de la pequeña explanada junto al puente, mas otros tres metros del terreno de la iglesia. Y sin mayor esfuerzo de mi parte.

No quería aceptarlo. No había vuelto a la normalidad, no me había curado de vampirismo.

Simplemente me había convertido en una cosa diferente.

Llevé sin dificultad alguna los brazos y piernas (¡sin pies!) del vampiro hasta la orilla del canal, y allí los arrojé. Me senté unos minutos a esperar en silencio.

El agua en el canal se agitó al paso de una sombra submarina gigantesca Pude ver un dorso escamoso y una aleta caudal enorme. Y entonces lo supe.

Los perniles eran para mi nuevo maestro.

Esperé reverentemente a que hubiera terminado de comer, y entonces me sumergí en el canal para recibir mis primeras lecciones.

Mi apariencia cambió, y, aunque no fue una transformación total, ahora me parecía más a mi maestro, que me guió por los canales enseñándome los mejores lugares para cazar. Los perniles, como dije, eran para él. Era viejo, y ya no podía cazar como antes. Presa de la desesperación, veía cómo sus congéneres desaparecían mientras el número de vampiros se multiplicaba. Así que, si no puedes vencerlos, usa sus mismos trucos contra ellos. Él fue quien me mordió aquella noche en el muelle, secretando en la herida una toxina que me convirtió en lo que era ahora. De haberme alimentado de sangre humana entonces, me habría desintegrado enseguida. Él tenía buen ojo, así que me escogió, dándome una mordida lo más suave que pudo y aguantando las ganas de devorarme por completo, algo complicado, además, pues sus últimos dientes estaban ya flojos. Me había contagiado de ser lo que era ahora, así como la chica del cabello anaranjado me había contagiado de vampirismo. Ahora sería mi responsabilidad controlar a la población de vampiros y reclutar a otros, ya fuera entre vampiros o humanos, pero por el momento, había cosas mucho más importantes por aprender.

Nunca había viajado por los canales bajo el agua. Era como viajar bajo un cielo de plata y mercurio. Teníamos una vista privilegiada de las estrellas y de todo lo que estuviera junto al canal. Contemplé a mi maestro con detenimiento. Su aleta caudal era al menos diez veces mayor que la mía, y la forma humana que yo aún poseía él hacía mucho que había abandonado el intento de adoptarla. Le pregunté si Ulises en su viaje habría conocido a sus antepasados, ahora los míos. Después de todo, somos inmortales, así que era probable que Homero hubiera mencionado en realidad a nuestra gente en la Odisea, y lo que se tomó por cantos seductores no eran sino llamadas para el apareamiento. No pude menos que sonreír ante las ideas de mi maestro, que de pronto me indicó que mirara hacia arriba.

Un vampiro se ataba las cintas de sus botas negras. Siguiendo las instrucciones de mi maestro, saqué la cabeza del agua bajo el puente cercano para ocultarme de la vista de sus eventuales compañeros. Pero estaba solo. Apoyó el pie sobre una lancha estacionada para terminar de atarse las cintas. Evidentemente era tan joven que jamás oyó hablar de la prohibición de acercarse.

Salí del agua de un salto, rodeé su cuello con mi brazo y me sumergí llevándolo conmigo sin darle la menor oportunidad de gritar. Pronto el cielo de mercurio y plata sobre nosotros se tiñó de rojo.

Aquella noche comimos hasta hartarnos, y yo siempre desmembré las piezas de caza para darle a mi maestro las partes fáciles de comer. Deseé seguir cazando toda la noche, la carne de vampiro se había convertido en una auténtica droga para mí, pero mi maestro aconsejó que nos detuviéramos por el resto de la noche, o los vampiros sospecharían de la repentina y numerosa desaparición de compañeros suyos junto a los canales. Luego me enseñaría a cazar en tierra, decía que yo tenía la ventaja de que los vampiros aún me consideraban de los suyos y no me temerían. Podría acercarme a ellos como ninguno de mis congéneres lo había hecho nunca. Dijo que mi primera cacería en tierra había salido bien, pero que tenía que aprender a sorprenderlos para que no hicieran escándalo, y también debía aprender a pelear contra ellos pues los vampiros más viejos son excelentes peleadores. Tuve suerte de que me tocara un novato.

Llegamos al canal que pasa detrás de mi casa. Me despedí de mi maestro y recobré mi forma original (no puedo decir “mi forma humana”. Ya no lo soy). Aún podría dormir algunas horas antes de que amaneciera. Cuando alcanzase el tamaño de mi maestro, dormiría como lo hacen los delfines: con un hemisferio cerebral por vez. Pero por el momento el cansancio y el estómago lleno exigían un descanso de cuerpo y cerebro completos.

Para mi sorpresa, la gata me recibió con un ronroneo mientras se frotaba contra mis piernas. Quizá porque me aceptaba al fin, quizá porque adivinaba mi verdadera naturaleza y para ella mi cuerpo olía a pescado, no lo sé. Pero le di de cenar para que alimentara a sus gatitos, y luego me tumbé en la cama sin siquiera molestarme en quitarme la ropa mojada.

Otras noches, otras lecciones. Vampiros abiertos en canal, como pollos rostizados. Las garras que me brotan de los dedos mientras estoy en los canales están más afiladas que un cuchillo Ginsu. También puedo usarlas fuera de los canales, en los callejones oscuros o los tejados solitarios donde mis presas acechan a las suyas. Soy consciente de que, a pesar de que ellos son mi comida, también pueden resultar peligrosos: aún los más jóvenes e inexpertos son casi tan fuertes como yo mientras estoy bajo mi apariencia humana (claro, en los canales el asunto es muy diferente), así que la cacería en tierra firme depende en su mayor parte de la sorpresa. Mi maestro presume habitualmente su habilidad de moverse en tierra a una velocidad increíble en absoluto silencio para sorprender a los vampiros que intentaban alimentarse de las damas de la corte durante los saraos de la Coronación (hace como doscientos años o algo así) y tengo la plena disposición de aprender todos sus trucos. Me he propuesto erradicar a los vampiros de esta ciudad en la que pasé los primeros años de mi existencia humana, porque no puedo soportar el ver sufrir a quienes alguna vez fueron mis congéneres. Mi maestro afirma que mi nobleza de sentimientos es muy loable, pero que, a mi edad, incluso las criaturas inmortales mueren de inanición, y que si después de haber terminado con todos los vampiros no devoraba yo al menos uno en dos días, me mataría el hambre. A pesar de todo, mi decisión era firme, y no me importaba el sacrificio, pero él dijo que no se hablaría de ese asunto hasta que me volviese tan hábil como él.

Un día, mientras me lavaba los dientes, descubrí una pequeña bolita bajo mi lengua. Mientras me preguntaba con intranquilidad si nosotros, los inmortales de los canales, podemos padecer cáncer de mandíbula, mi maestro se comunicó conmigo como si sólo esperara éste momento. Esa bolita era un resabio de cuando mis antepasados eran hermafroditas, y tanto los machos como las hembras de nuestra especie la poseíamos. Era un ovipositor.

¿Un QUÉ?

Se trataba de un pequeño tubo retráctil con el que se ponían los huevecillos de nuestras crías para ser fecundados. También podíamos segregar e incluso disparar con él pequeñas cantidades de veneno a distancias cortas. Esto, claro, en tierra firme. Por supuesto, éste tema sacó a colación el del apareamiento de nuestra especie, y mi maestro, con un notorio embarazo, decidió dejar el tema a un lado por el momento. El ovipositor era, sin embargo, un arma formidable. Incluso los huevecillos sin fecundar resultaban extremadamente venenosos, paralizando a una posible presa en segundos o incluso matándola, dependiendo de la clase de toxina que hayamos inoculado en el huevecillo. Aunque no dejaba de pensar en lo que sucedería si le acertaba a una persona por error, mi maestro afirmó que no tenía razón para preocuparme. Sólo por probar, seguí sus instrucciones y produje un huevo infértil con no pocos trabajos. Era oval y más pequeño que un huevo de codorniz, pero estaba cargado de letal veneno.

De pronto resbaló de mis dedos y se estrelló contra el piso. Mientras retraía mi ovipositor bajo la lengua e iba en busca de una toalla de papel para limpiar mi gracia, uno de los gatitos se acercó a oler el huevecillo roto. Dio dos o tres lengüetazos al contenido y luego, desanimado por el sabor, se fue en busca de un juego mucho más interesante, después de haber ingerido veneno suficiente como para matar a diez vampiros.

Preparé la ropa sucia para meterla al fin a la lavadora. La gata, en un arranque de generosidad, había accedido a devolverme el uso del bote de la ropa sucia (mediante el previo soborno de comprarle una camita en la tienda de mascotas). Ahora se regodeaba en su flamante lecho mientras veía jugar a sus tres hijos, cuyos retozos trataba yo de no interrumpir, aunque incluso con mi agilidad sobrehumana debida a la ingesta masiva de carne de vampiro, era difícil caminar sin pisar accidentalmente una patita o una colita llevando un cesto lleno de ropa en los brazos. Abrí la lavadora tras dejar a un lado el cesto, y vacié en ella una dosis de jabón líquido.

De pronto, me di cuenta de algo.

La gata había dado a luz cuatro gatitos. Y sólo tres estaban jugando allí. Se me paralizó el corazón, ¿dónde podría estar el otro gatito?

Lo busqué infructuosamente por todo el cuarto, en vano. Y no dejaba de ser raro que un ser inmortal de los canales que no dudaba en decapitar vampiros a dentelladas sintiera tanta inquietud por un animalito que de cualquier manera no viviría muchos años. De pronto recordé que estaban jugando cerca del huevecillo que se me había caído al piso, y palidecí de inmediato. Probablemente el gatito se había envenenado por mi torpeza. Sentí súbitamente una profunda angustia.

Y en ése momento, escuché un tenue maullido. Corrí hacia el lugar de donde provenía mucho más rápido de lo que lo haría si no hubiera comido en dos días y viera a un vampiro en traje de baño disponiéndose a nadar en el canal.

Bañado en jabón líquido, el cuarto gatito esperaba anhelante, en el fondo de la lavadora, que alguien lo rescatara.


Éste incidente le dio qué pensar a mi maestro. Yo aún conservaba emociones demasiado humanas. Mientras bañaba al gatito en el fregadero de la cocina para retirarle el jabón, me dijo que aquello podría acarrearme dificultades. Se supone que, para nosotros, sentimientos como la compasión resultan inútiles. Los seres humanos, por ejemplo, no merecen consideración sino como presas de nuestras presas. Donde hay humanos, hay vampiros que se alimentan de humanos, y sólo nos ocupamos de ellos como referencia. Pero yo había pertenecido a la raza humana antes, y no dejaba de preocuparme por mis amigos y vecinos, y antiguos familiares. Además, tenía el argumento de que, si los humanos desaparecían, los vampiros lo harían también... junto con nosotros. Protegiendo a las personas podíamos asegurarnos nuestra fuente de alimento a perpetuidad.

No pude convencerlo. Los inmortales existían prácticamente desde que había seres que se alimentaban de sangre, y jamás habían tenido necesidad de emociones como las mías al procurarse el alimento. Pero yo no sólo cazaba por hambre, sino también para proteger. No dejaba de pensar en la chica a la que salvé la primera noche, ¿estaría bien? ¿habría llegado a salvo a su destino? ¿cómo saberlo? No había esperado a que yo terminara con el vampiro que la atacó para darme las gracias y avisarme que me llamaría cuando estuviese segura en casa.

Probablemente me tenía miedo también. Quizá pensó que se trataba de una habitual riña entre vampiros de clanes vecinos por invasión de territorio, lo cual suele suceder. Y si yo le explicara lo sucedido, eso no significaría forzosamente que no me temería de cualquier manera. Afortunadamente, para cuando me lo comí, ella estaba ya lejos.

En todo caso, ella estaba a salvo. Enjuagué al gatito cuidadosamente con agua tibia, lo sequé con una toalla vieja lo mejor que pude y lo entregué a su madre, para que terminara de acicalarlo lamiéndolo, lo cual hizo durante un buen rato.

Decidí que no renunciaría a mis sentimientos humanos de ningún modo, y aquella tarde tenía ya una idea de cómo expresar mi compasión.

Regresé al viejo edificio en ruinas a eso de las tres de la tarde, justo cuando el sol cae a plomo y las sombras son angostas. En el sótano, mis antiguos amigos dormían a pierna suelta. El edificio, antaño un hotel, poseía un patio trasero bastante grande donde se acomodaban dos canchas de tenis y una piscina ahora llena de hojas secas y basura, rodeado de una cerca alta colocada por los expertos en demolición que iban a derribarlo algún día. En la penumbra del sótano que una vez fue mi hogar, abrí los ataúdes en completo silencio. Me había asegurado de alimentarme bien la noche anterior para poder hacer esto sin el menor indicio de hambre. La dignidad de mis amigos no exigía otra cosa.

Era la única manera de asegurarme que el hambre no me orillaría a comérmelos algún día.

Mis amigos dormían en completa paz. Para asegurar su supervivencia, no se despiertan a la mitad del día para no salir al sol por accidente, así que un tren podía pasar encima de sus ataúdes sin que lo sintieran. Sus ronquidos me hicieron sonreír, no sin cierta tristeza. Ellos habían cuidado de mí, me habían protegido y alimentado, y alejado del sol. Me habían ayudado sin dudar en absoluto cuando sucedió el incidente del muelle, renunciando de inmediato a una buena cena fácil. Y sin siquiera imaginar que aquél accidente aparentemente insignificante había desencadenado el Apocalipsis para su raza. Yo no podía demostrar mi agradecimiento de otro modo que salvándolos de mi propia voracidad, que sospechaba que algún día bien podría estar fuera de mi control.

Suspiré con tristeza y echándoles una última mirada, cerré bien los ataúdes y cargué con ellos rumbo al patio, llevándolos de dos en dos. Vacié el refrigerador y lo desconecté, y quemé las bolsas de plasma en un balde de metal que encontré entre el cascajo. Podían haber salvado la vida de alguien, pero no sabía a ciencia cierta si estaban contaminadas con saliva de vampiro. Mejor no arriesgarse.

También revisé los objetos personales de mis amigos. En muchos casos, reliquias de su antigua existencia humana, a las que se abrazaban como niños pequeños a sus osos de peluche, añorando en secreto a sus familias y sus vidas anteriores. Incluso nuestro jefe, con su aspecto intimidante, conservaba un retrato a blanco y negro de su hija (que, por lo que sabía, había cumplido 65 años recientemente), cuando ésta era pequeña. Ambos estaban en la foto, y era difícil reconocer en aquél sonriente caballero peinado con brillantina al vampiro temible que nos guiaba con mano de hierro pero también con una enorme compasión. Todos sufríamos, y estábamos en el mismo barco, pero debíamos sobrellevar nuestra maldición con la mayor entereza y dignidad posible. La voracidad y el abuso de nuestra fuerza, tan característicos de clanes mucho más grandes, estaban prohibidos entre nosotros. Si sufrir de aquella maldición no me enorgullecía, si lo hacía en cambio el hecho de vivir en una familia así.

También quemé aquellos objetos, en su mayoría fotografías. Era inútil afligir a sus familiares notificándoles. Ya sufrían bastante al saber a sus seres amados vueltos criaturas de sangre y noche.

Y cuando el fuego se hubo consumido, abrí el primer ataúd por atrás, sin ver su interior. Una pequeña nube de humo y cenizas se levantó de inmediato. Quiero pensar que estaban dormidos y no sintieron dolor cuando abrí sus féretros al sol inmisericorde.

Con lagrimas en los ojos, abrí el último de los féretros. Luego, caí de rodillas y rompí en llanto.

Dicen que lo mejor para curar la depresión es comerse un vampiro cubierto de helado de chocolate con trocitos de galletas Oreo. El vampiro fue fácil de conseguir, pero el helado me costó más trabajo porque ningún tendero en su sano juicio abriría hasta tarde. Descubrí que los cráneos de vampiro, ahuecados y con un pequeño agujero en la punta, hacen unas bolas de helado realmente grandes. Me he vuelto fan de los helados desde que descubrí que podía volver a comerlos. Quizá debería comprar un par de litros para tenerlos en casa. Con mi tristeza aliviada y un leve dolor de cabeza, me sumergí alegremente de un salto en el canal más cercano, para deambular sin rumbo por toda la ciudad a velocidad de crucero.

Una vez gastada la euforia producida por un par de cubetas de cuatro litros de helado, me hundí en el fondo del canal a pensar las cosas con calma. Puse los brazos bajo la nuca para disfrutar del tembloroso cielo estrellado sobre el canal, e incluso pude contemplar el vuelo de un par de pájaros nocturnos. No me sentía culpable en absoluto. Triste sí, tal vez, pero no culpable. Había evitado la posibilidad de cometer una ingratitud, y eso me bastaba.

Pensé en la chica del cabello anaranjado. ¿Qué estaría haciendo ahora? ¿Seguiría viviendo de la sangre de alguien más o habría decidido salir a broncearse? ¿Tendría al menos una vaga idea de lo que soy ahora? ¿De que soy responsable de la desaparición de varios de sus congéneres? Los vampiros son seres egoístas. Muchas veces a un clan le viene valiendo queso lo que le suceda a otro, y si convenientemente desaparece para poder adueñarse de su territorio, mejor. A menos que se dieran cuenta de que yo amenazaba la existencia de todos ellos, no unirían fuerzas ni para matar a Van Helsing.

Y ellos ignoraban mi situación actual.

Muchos jefes de clanes me conocían como la mascota del grupo de mis amigos. Otros pocos sólo me conocían de vista, pero no tenían motivo para desconfiar. Si me presentaba ante ellos, probablemente creerían que, al haber perdido a mi pequeña familia, buscaba a quien arrimarme para que me protegiera.

Pero no dejaba de pensar en ella. Me entristecía su existencia. Al principio la odié por lo que me había hecho, pero ahora no podía sino compadecerla, aún contra mi voluntad y mi instinto de inmortal de los canales, que no me gritaba otra cosa que ella no tenía mayor valor que ser un simple bocadillo.

Decidí que debía acercarme a ella y darle la oportunidad de salvarse como mi maestro me la había dado a mí. Si no era así, yo personalmente la destruiría.

Intenté con varios tipos de maquillaje, y al fin di con un polvo blanco que cubría la piel bastante bien y que le permitía respirar a un tiempo. Debía recobrar cierta palidez cadavérica para que mis antiguos conocidos no se sacaran de onda al encontrarme tan repentinamente rozagante. La sangre, en cambio, resultó todo un problema: no podía usar sangre artificial ni de animales, a ellos les bastaría percibir un tenue olor para distinguir la diferencia, así que debía usar sangre humana real. Esto representó un grave inconveniente por dos razones: una, la sangre humana nos da asco a los inmortales de los canales; y dos, para conseguir sangre humana fresca debía, o robármela de un hospital, o esperar a que un vampiro se alimentase y entonces atraparlo... lo cual necesariamente implicaba el sacrificio forzoso de una persona, perspectiva que no me entusiasmaba mucho. Tampoco me seducía la idea de robarla de un hospital donde podía ser necesarísima, ya fuera para víctimas de accidentes o de ataques de vampiro. Ninguna de las dos opciones era buena, pero decidí jugármela con la opción de acechar a un vampiro y atraparlo cuando se estuviese alimentando. Lo que, afortunada (o desafortunadamente), no tardó en suceder.

Estuve patrullando a pie aquella noche, aunque siempre sin apartarme de los canales por si necesitaba del agua. Ya empezaba a rendirme cuando, a algunas calles del teatro, escuché gritos.

Cinco vampiros atacaban a varios jóvenes actores que, desoyendo las advertencias, salían muy tarde de ensayar una obra de teatro universitario. Aunque no tenía quien me ayudase, no dudé en atacar. Cuando llegué, uno de ellos, completamente calvo, ya había atrapado por el cuello a un actor de cabello negro. Sin dudarlo, ataqué a los demás, que aún no conseguían presa, y le arranqué la cabeza a uno de ellos. De inmediato me dominó un furor por matar, y me es difícil recordarlo racionalmente todo. Recuerdo vagamente haberle arrancado el corazón a alguien y engullirlo de un golpe, pero la verdad es que no lo recuerdo con exactitud. Debí haber llevado mi cámara de video. Creo que también le disparé a alguien más un huevecillo en el ojo, me parece que se convulsionó y se deshizo como si le hubiera dado el sol. El caso es que, al verse repentinamente sin sus compañeros, el vampiro calvo abandonó al chico y salió corriendo. Y fui tras él.

Mi preciado saco de sangre con patas libró de un salto el muro del cementerio de San Atanasio, y lo seguí de inmediato... para aterrizar mi cara justo en su puño derecho. Me estrellé contra la pared quedando K.O. por unos segundos, momento que aprovechó para golpearme a su sazón y reanudar la carrera. Con la vista nublada, recordé el canal que cruzaba el cementerio.

El vampiro calvo se ocultó detrás de la tumba de nuestro poeta nacional, un monumento bastante grande y de gruesas columnas, para tomar un respiro. Las aguas del canal frente a él lucían tranquilas y reflejaban la luna. Probablemente se preguntaba quién era yo y de dónde había sacado tanta fuerza para terminar así con todos sus compañeros. Las aguas del canal alimentan el espejo de agua que rodea la llama votiva de la tumba del poeta. Más tranquilo al ver que me había perdido, se acercó al espejo de agua y se mojó la cabeza calva para refrescarse.

Jamás voy a olvidar la expresión de su cara cuando me vio bajo las aguas extender mi brazo hacia él para atraparlo, clavándole mis garras en la garganta y arrastrarlo hacia el fondo de la fuente.

El joven actor, desangrado, yacía en la acera, rodeado de sus compañeros. Para cuando volví, se encontraba agonizando. Los demás integrantes de la compañía de teatro retrocedieron temerosos al verme llegar. Supliqué en silencio a mi maestro. Yo sabía que él poseía esa clase de conocimiento aunque lo considerara inútil, y le pedí que lo compartiera conmigo.

Al fin accedió. Me cubrí la boca con una mano para que el resto de los chicos no me viera producir un huevecillo con poderes curativos, mismo que deslicé en su boca obligándolo a tragar. Eso lo estabilizaría hasta que la ambulancia llegase. Su sangrado se detuvo de inmediato ante la estupefacción de los demás. Decidí irme de inmediato para evitar preguntas incómodas, después de todo, el joven actor se salvaría.

Ya tenía la sangre humana fresca. Anudé el estómago del vampiro y lo metí al refrigerador para que no se arruinase su contenido mientras me maquillaba, poniendo especial énfasis en cubrirme los moretones. Definitivamente debo mejorar mis técnicas de combate, porque no todas las calles de la ciudad poseen un canal o una fuente.

De última hora decidí no lavar la ropa que traía puesta cuando me mordieron, y con la que había pasado mis últimas semanas de vida nocturna. Aún conservaba el olor de la transpiración de sangre de rata, y me sería muy útil para despistar el fino olfato de los vampiros. En cuanto me la quitara de nuevo debía meterla en una bolsa Ziploc. Fue la ropa sucia la que me dio la idea del disfraz, idea que maduró cuando entregué el gatito mojado a su madre. Ella tardó en reconocerlo (todos los gatos mojados huelen a gato mojado, supongo), pero en cuanto distinguió el aroma característico de su hijo debajo de toda ésa agua se lanzó a lamerlo con entusiasmo. El problema era que estaba procediendo a ciegas: el olfato de los vampiros es distinto del nuestro, ellos perciben olores que nosotros no, y viceversa. Esperaba que el aroma de la sangre mas el de la ropa sucia cubrieran mi olor de inmortal de los canales. Si algún vampiro viejo me reconocía por el olor, aquello sería causa perdida.

Uno de los clanes más importantes suele reunirse de vez en cuando en el Boulevard Dostoievski para tratar sus asuntos importantes y armar sus reventones. Usualmente atrapan comida para llevar, y los cadáveres secos se acumulan ante la puerta de su antro.

Desde mi escondite veo a varios de ellos entrar y salir, mientras repaso mentalmente todas las sustancias de mi bioquímica corporal que debo combinar para cada tipo de toxina y huevecillo que puedo producir. Tengo uno al que le llamo rayo de sol, pues desintegra a los vampiros igual que si hubieran salido a broncearse (como dato cultural, entre ellos salir a broncearse significa autodestruirse, como un suicidio. Si ya te hartaste de vivir de pura morcilla simplemente sales al exterior y esperas a que amanezca). Tengo sustancias que los duermen, los envenenan, los paralizan e incluso los ponen bajo estados hipnóticos donde, si yo digo rana, ellos saltan. También puedo producir una especie de equivalente vampírico del LSD, que los deja peor que hippies y totalmente vulnerables. Los venenos, en cambio, los pueden cegar temporal o definitivamente, producirles quemaduras o impedirles respirar. Soy un estuche de monerías.

Basta de risas. No me acabo de creer la suerte que tengo: el jefe del clan está allí ahora: desciende de su flamante Bentley (un auto británico carísimo), y el resto de los vampiros le rinde pleitesía. Lo único que tengo que hacer es llegar hasta él con mi famosa cara de perrito abandonado, y decirle que mi miniclan fue destruido dejándome en la más absoluta orfandad. El tipo tiene fama de generoso, y si le hago la barba no faltará donde me acomode. Y si eso no funciona aún tengo mi farmacia integrada.

Pero no hay necesidad de ello. El príncipe local de los vampiros me abre los brazos con tan sólo reconocerme, y me presenta con el resto de los jefes de clanes, que esta noche son sus invitados de honor. Hasta el amanecer memorizaré nombres y ubicaciones de buena parte de sus escondites diurnos porque, claro, para apantallar a su anfitrión con su enorme generosidad, todos me ofrecen acudir a ellos sin dudarlo, si tengo una emergencia.

Me ofrecen una copa de sangre. El jefe quiere brindar a mi salud, y todas las copas se levantan celebrando mi salvación y nueva vida. Tras dudarlo un poco me uno al brindis, rogando a Dios que me ayude a aguantar las ganas de vomitar. En cuanto miran a otro lado engullo de golpe un par de tabletas de Dramamine que traía preparadas para ésta contingencia, y me limpio la sangre del rostro con pequeños golpecitos, para beneplácito de mis anfitriones. Ellos creen que se trata de modales delicados, pero la realidad es que si me froto con fuerza el maquillaje de la cara, obviamente me lo voy a limpiar.

Por hoy me convierto en la mascota de la corte. Mañana alguien más será el bufón, pero por ahora aprovecho mis quince minutos de fama. Nadie reconoce mi olor: en éste clan no hay vampiros mayores de 80 años, que es la edad a la que podrían recordar mi aroma. El jefe del clan sonríe de orgullo, en su tribu no hay viejos que estorben. Yo sonrío a mi vez: la ignorancia es mortal. Pregunto por los ancianos, y me responden que cualquiera que envejezca es condenado a salir a broncearse. No puedo evitar sonreír de nuevo. Antes de contagiarme de vampirismo, creía que los vampiros eran invencibles. Ahora me asombra lo fácil que resultará acabar con ellos. Descubro asimismo la existencia de los parias, pues todos me expresan su alegría de que no haya yo terminado como ellos: carecen de clan y viven al margen de la sociedad nocturna, durmiendo en coladeras y alimentándose de ratas y perros callejeros. Viven en zonas donde ya ni siquiera hay humanos: ni los más pobres y necesitados se arriesgan a vivir allí (mientras que las zonas más habitadas por las personas, como los conjuntos de edificios de departamentos, son los territorios más valiosos para los vampiros). Serán una fuente de alimento fácil, y me ayudarán a despistar a los clanes porque, ¿quién se preocuparía de la desaparición de los parias?

Sin embargo, el tiempo me enseñaría una cosa diferente, pero por el momento me felicitaba por haber encontrado una alacena tan bien provista. También noté algo: los vampiros se mataban entre sí por un quítame esas pajas. Si alguno desaparecía misteriosamente, incluso ante sus narices, ninguno de ellos se preocuparía en absoluto. No podía creer mi buena suerte.

Y entonces se me ocurrió una idea suicida. Aunque la sangre me había disminuido el apetito, sólo por probar, decidí matar y comer allí mismo. Mientras ellos se entregaban a una bacanal de sangre, atrapé y devoré a una de las favoritas de mi anfitrión en un rincón oscuro muy cerca de su trono. Él, mientras tanto, estaba demasiado ocupado con otra de sus chicas para notar lo que yo estaba haciendo, lo mismo que todos los demás. También devoré a uno de sus guardias de confianza. Eran bocados deliciosos, no como la plebe que suelo atrapar en los canales. Un manjar de reyes, engordados con sangre de primera. Me deshice de los restos arrojándolos a la calle de atrás desde la azotea, y volví dentro.

Mi anfitrión se había hartado de la chica con la que estaba, y llamaba a gritos a la que me había comido. Su concubina enfureció al verse despreciada por la ausente, y se separó de él dándole un empujón en el pecho. Pero el jefe apenas le prestó atención, concentrado como estaba en llamar a alguien que ya no le respondería. Pronto toda la corte se puso en movimiento buscando a la amante perdida. Me ofrecí a unirme a la búsqueda, cosa que el jefe me agradeció, pero la realidad era que mi hambre se había desatado y estaba buscando la manera de ganar tiempo para controlarme. Además, me entristeció la forma en que despreció a la joven con la que estaba. Y mientras el resto del clan y los invitados iban en busca de la chica extraviada, me encaminé a las habitaciones del jefe.

Sentada junto al féretro, la chica despreciada se secaba las lágrimas con furia. Entré tras dar dos golpes en la puerta. Ella rompió en llanto sólo de verme, gimiendo por el insulto de que había sido víctima. Mi aspecto debe haber sido de una indefensión tal que ella corrió a mis brazos buscando consuelo y alguien en quien confiar.

Me gustan los leones. Sobre todo, me gusta la forma en que las leonas suelen cazar, apretando la tráquea de su víctima hasta que se asfixia.

Ella se refugió en mis brazos. Nadie vendría en ésta dirección, yo lo sabía, y la abracé, dándole el consuelo que necesitaba desesperadamente.

Y, de pronto, mordí su cuello.

Sus brazos se tensaron en busca de aire. Trató de atacarme sin hacerme mayor daño. No podía ver bien sus ojos, pero me parecía verlos, abiertos con terror y aún llenos de lágrimas y maquillaje corrido.

Pronto dejó caer los brazos, exánime. La sostuve con mis dientes una fracción de segundo, sin decidirme a tomarla con las manos. Mi intención primaria había sido, efectivamente, consolarla, porque me había dado lástima el desprecio con el que había sido tratada.

Pero mi instinto había sido más fuerte. Había comido otra pieza antes de venir a verla a ella, para no tener hambre, pero la realidad es que había perdido el control y sufría de una especie de frenesí alimenticio.

En ése momento, escuché pasos que se acercaban. Me invadió el miedo, y recorrí con la vista toda la habitación en busca de un escondite. Mis ojos se detuvieron repentinamente en algo.

En el perchero había una estola de plumas negras.

Cuando el jefe del clan entró a la habitación y abrió el féretro, vio a su amante despreciada dormir tranquilamente (o quizá fingir que dormía), dándole la espalda y con la estola enrollada en el cuello. Efectivamente, asumió que ella fingía dormir porque estaba molesta con él, y dedicó su búsqueda a revisar otras habitaciones. Él y su séquito abandonaron la habitación, y salí de mi escondite. Puse el seguro a la puerta y me dediqué a comer tranquilamente. El jefe no había notado mi mordida en el cuello de la chica gracias a la estola. Devoré aquella delicada y fina carne en un santiamén, y luego, para cubrir mis huellas, llené una maleta con ropa de la chica que descolgué del armario y saqué de los cajones sin molestarme en cerrarlos. Salí por la ventana y arrojé la maleta al siempre confiable canal cercano al edificio.

Trepé hasta la azotea de nuevo para deshacerme de los restos de la otra amante. Bajando por la escalera me encontré con el resto del clan. No encontraban a la primera chica, y lo que era peor, uno de los guardias de élite del príncipe no aparecía. Ingenuamente pregunté si no cabría la posibilidad de que se hubieran ido juntos. Es muy raro que un vampiro se ponga rojo de ira, pero sucedió: el jefe enfureció tan pronto formulé la pregunta, y ordenó que la búsqueda se extendiera por toda la ciudad hasta que saliera el sol. La corte local se había convertido en un caos, así que, cuando le dije a mi anfitrión que me disculpara porque ya debía irme, él asintió con aire distraído, dándome las gracias. No pude a mi vez dejar de expresarle mi agradecimiento. Me había ofrecido su ayuda y hospitalidad, y no tenía idea de lo útil que me había sido el haber estado en su corte aquella noche. Asintió de nuevo vagamente, y me fui de allí.

Tres de sus hombres que estaban en plena búsqueda tampoco volvieron a casa aquella madrugada. Me sumergí en el canal para dejarlos como la cena de mi maestro, que con su fino olfato los encontraría sin duda. Con el estómago lleno, enfilé rumbo a casa.

Mis escamas se oscurecen, y ahora su color es más parecido a las de mi maestro. Eso me enorgullece, pero él se siente alarmado: no deberían estar oscuras tan pronto.

Y otra cosa: debo pasar algunos días en mar abierto, lejos de la ciudad y alimentándome de peces. Es tan malo como suena, pero es el único modo de curar mi frenesí alimenticio. Hubo quienes se abandonaron a la compulsión por comer y resultaron muertos por los vampiros (eso me lleva a otro punto intranquilizador: ellos saben cómo matarnos) debido a un descuido en su vigilancia en tierra (es decir, los atraparon merendándose a un jefe a mitad de una calle, o se dieron cuenta de que caminan de día por las calles de la ciudad, o simplemente descubrieron que eran una amenaza). El hambre debe ser controlada o nos delataremos. Y se acabó la cacería y, en una de ésas, hasta la inmortalidad.

Le pregunto a mi maestro cómo es posible que ellos puedan matarnos. Me responde que usualmente el león mata al búfalo pero, de vez en cuando, el búfalo mata al león. Tenemos un punto débil, y si lo encuentran, estamos fritos. Mi maestro me explica todo al respecto, para que esté en guardia, pero eso será después de mis vacaciones forzosas.

Tengo una vecina a la que le encantan los gatos. Ella cuidará bien de mi gata y de sus hijos. Por el trabajo no tengo problema: mi jefe cree que me repuse milagrosamente después de un ataque vampírico, así que me perdona las siestas diurnas con tal que no sean muy largas. Además, tenía un rato sin pedir vacaciones y me las debían.

Todos mis compañeros creen que me voy a Costa Rica. Me acompañan al aeropuerto y me colman de regalos. Son gente increíblemente generosa. Para los humanos, quien sobreviva al ataque de un vampiro es un héroe y merece trato de tal.

Mis amigos se despiden. Espero casi una hora y luego tomo un taxi rumbo a Tico’s Place, un restaurante costarricense donde compraré todos los recuerdos que voy a regalarles. Ya sé, no es lo mismo, pero no quiero ir a Costa Rica. Bueno, si quiero, cualquiera lo querría. PERO NO HOY.

Vuelvo a casa al anochecer, cuando las calles se vacían por completo. Dejo mi equipaje y souvenirs en la cochera y la cierro con llave. Contemplo mi casa con nostalgia. En la casa de junto, escucho a mi gata que maúlla con tristeza. Ha percibido mi olor a pescado, y, para no torturar al animalito con un sufrimiento innecesario, me hundo en el canal. Después, pongo rumbo a mar abierto.

No deseo ver un sándwich de atún nunca más en la eternidad que me resta de vida.

Siguiendo los consejos de mi maestro me interné en lo más profundo del mar. Aún me asombra lo rápido que puedo nadar en altamar: en muy pocos días alcancé el cardumen de sardinas y esperé. Y cuando se acercaron los tiburones, probé suerte. Llevo dientes de tiburón para todos mis amigos de la oficina. Sabrosa carne, algo dura, excepto las aletas. Pero me queda el consuelo de que no va a darme cáncer.

Volví con la cabeza despejada, pero el estómago revuelto. En el periódico que compré en el aeropuerto vienen las últimas noticias: los vampiros siguen atacando como si nada. Y repentinamente me siento más inútil que una competencia de apilar vasos. Pero, si los vampiros continúan atacando igual que siempre, quiere decir que no han notado nada malo.

No quiero llamar a mis amigos de la oficina para que me recojan. Paso a vomitar al baño antes de tomar un taxi, y a bordo de éste me vence el sueño.

Cuando despierto, estamos frente a mi casa. Pago y salgo, agradeciendo al taxista que me pregunta si necesito ayuda. Cortésmente baja mi maleta y se niega a aceptar una propina extra por ello. Entro a mi casa para derrumbarme a dormir en el sofá. Muero de ganas por hundirme en el canal, pero aún hay luz, así que tendré que esperar.

Las calles se vacían en cuanto cae la noche. Bendita noche. Como no tengo hambre, decido no cazar. Dormiré en el canal hasta que amanezca, después de todo, es sábado.

Me despierta el rugido de un motor fuera de borda. Cuando despierto, ya ha amanecido desde hace un buen rato, y el canal bulle de actividad. Los taxis acuáticos y las embarcaciones privadas dejan su estela blanca sobre mi cabeza. ¡Que torpe, no desperté temprano y ahora no puedo salir del canal! Y lo que es peor, alguien puede verme desde alguna de las lanchas. Busco refugio bajo el puente, esperando que a nadie se le ocurra buscar peces en el agua cerca de donde estoy. Me acomodo entre los cimientos del puente, y pronto el aburrimiento no me deja más alternativa que intentar volver a dormir.

Para beneplácito de mi jefe, mis siestas diurnas se vuelven cada vez más cortas y esporádicas. Cada vez mi ritmo circadiano se parece más al de un inmortal de los canales que al de un ser humano: vigilia hasta el atardecer, algunas horas de sueño hasta la madrugada, más horas de vigilia hasta casi el amanecer, y un par de horas más de sueño antes de levantarme a trabajar. Funciono bien con éste horario, y obviamente, me alimento bien como conviene a un ejemplar joven de mi especie, así que iré creciendo sin problemas.

Así que no tengo ningún problema cuando salgo a patrullar por las noches, con las manos en los bolsillos, casi silbando alguna tonadilla, lo cual atrae la atención de mi alimento. Debo reconocer que tienen buen oído.

Uno de ellos se lanza sobre mí desde una azotea. Antes de que aterrice lo atrapo en el aire, lo hago girar de manera que quede boca arriba y, alzando la rodilla, le rompo la espalda como una varita. Con eso impediré que ofrezca mucha resistencia mientras lo arrojo al canal. Nada que mi maestro no pueda resolver.

Otros dos se me acercan. Capto el aroma de otros seis que vienen en camino. Son muchos... bueno, nada que yo no pueda resolver.

Jamás me había enfrentado a tantos en una sola noche. Y pensar que acabo de curarme de frenesí alimenticio. Pero, ahora que lo pienso, es una ventaja. Antes debía matar y comer, lo que me restaba tiempo.

Ahora sólo tengo que matar, y eso es más fácil.

Uno de ellos llega hasta mi yugular. Le permito que muerda mientras atrapo el puño de su amigo que viene por el otro lado. Antes de que el primero grite de dolor y arme un escándalo le rompo el cuello de un puñetazo en la cara mientras arranco el brazo del otro. Pero éste también grita de dolor. Con exasperación le meto la mano al pecho y le aprieto los pulmones. Con eso lo callo temporalmente.

Pero ya sus amigos vienen en camino. El tipo cae al suelo mientras me quedo con sus pulmones en la mano. En fin, ya puedo maniobrar con ambas manos libres. El pavimento se llena de largas líneas de sangre robada, casi café por estar predigerida. Tres se me lanzan encima casi al mismo tiempo. Lanzo un huevecillo al del frente mientras parto a la mitad al de la izquierda y uso uno de sus huesos del antebrazo para perforar la aorta del otro. Lo levanto sosteniéndolo por el hueso incrustado en su garganta, acordándome de la grulla de no sé qué fábula antigua, y luego lo azoto contra una pared, donde queda marcada con sangre ajena su silueta como en las caricaturas. El del huevecillo se convulsiona, pero no alcanza a gritar: Todo su cuerpo se enjuta y endurece por la acción de mi veneno hasta alcanzar una apariencia pétrea. Ahora es sólo ceniza aglutinada, esperando la piadosa acción del viento sobre ella.

Alzo la nariz para olfatear. No hay más.

¿Por qué de pronto siento tanto aburrimiento?